Al rescate del excursionismo: Acampada en Boca (+ Fotos)

Al rescate del excursionismo: Acampada en Boca (+ Fotos)

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Este año por fin me gradué en la universidad y el verano se pintaba solo para ejecutar algunos de esos proyectos que había pospuesto indefinidamente, entre ellos las ganas de montear. Mi colega Anaray “incendió” el grupo de excursionismo al que ambos pertenecemos, Camping Cuba. En menos de 24 horas se sumó Adriana. Luego de evaluar algunos destinos escogimos el de Boca de Jaruco por conocido, cercano y de alto valor histórico, arqueológico y espeleológico.

Mi primera visita al lugar ocurrió en la década de los 80 como parte del círculo de interés del grupo espeleológico Pedro Borrás. De entonces recordaba las cavernas Vaho y  Cinco cuevas. Esta última sería el objetivo de la expedición. También la batería de San Dionisio, donde hubo recientes descubrimientos arqueológicos, y disfrutar de la hermosa vista que ha construido la naturaleza en la boca del río Jaruco.

Facebook fue el espacio virtual para organizarnos. La partida sería el 9 de agosto, a la una de la tarde, en la Upec.  Entre adolescentes, fotógrafos, periodistas  y estudiantes universitarios sumamos 19 campistas.  Dos horas más tarde estábamos desembarcando con mochilas, carpas, calderos y un farol de la primera mitad del pasado siglo que, a pesar de las modernas lámparas led, ha devenido en un símbolo para Camping Cuba.

Mis recuerdos estaban nítidos, pero el paisaje había cambiado notablemente. Cargados, sobre todo con bidones de agua y bajo el sol abrasador, caminamos unos dos kilómetros buscando la entrada a la cueva. No la hallamos y terminamos acampando en una vaquería abandonada sin perder las esperanzas.

Madelin, Perla, Beatriz y Ana Laura, se aventuraron a cocinar. Para las niñas fue sorprendente ver a Made encender el carbón y cocinar en la hornilla que el abuelo de una de ellas había cedido previsoramente. Divertido fue, además, batirse contra el fugaz aguacero que casi les estropea la experiencia.

Calixto, el hombre cartacuba, bautizado así por la imagen con que ganó el premio en Fotonatura 2015, huérfano de carpa, improvisó, como pudo, una cobija con sabanas para él y su novia; mientras Morejón fotografiaba todo y yo —líbreme el destino de hacer otro ridículo que no sea el reincidir en mi intento infructuoso de encender el carbón— insistía en registrar el monte hasta hallar la bendita entrada a la caverna. Aposté por irme en compañía de Javier, niño aún, pero con alma de aventurero y cierto talento para la exploración. Finalmente, luego de sufrir el marabú que igualmente ha invadido la zona, oculto entre las raíces de un ficus enorme, encontramos el oscuro agujero donde nos internaríamos al día siguiente.

 

Bromas y anécdotas mantuvieron animado al campamento casi hasta la llegada del alba.

Con la euforia del hallazgo, olvidamos marcar el acceso encontrado en la noche anterior. Una breve exploración solucionó el percance y a las diez de la mañana estábamos listos para entrar. La mayor parte del grupo nunca había explorado grutas. Hablamos de los riesgos que implica la espeleología, de la importancia de usar los cascos y nasobucos que llevamos y de la fragilidad de los ecosistemas a que nos enfrentaríamos.

Avanzamos despacio, acompañados siempre por los murciélagos que revoloteaban sobre nuestras cabezas. Poco a poco las luces de las linternas nos fueron revelando las maravillas del subsuelo. Allí estaban, tal como las recordaba, las clásicas columnas donde se unen las estalactitas con las estalagmitas; las raras y fascinantes elictitas, formas que Madelin se esmeró en mostrarnos; y también espacios de atractivas estructuras nombrados en la bibliografía como el salón de la claraboya, con su ojete encima por donde penetra la luz; el de los derrumbes, con sus enormes y dispersos monolitos; y el del paracaídas, con su hermoso manto calcáreo, resultado de una cascada de aguas filtradas en tiempo de lluvia.

La exploración profunda de Cinco cuevas puede llevar más de medio día, pero nuestro recorrido, cargado de novatos, solo duró unas tres horas. Nos sorprendió la vasta agresión que visitantes sin escrúpulos han perpetrado en esta caverna, declarada monumento local de valor arqueológico y natural en 1989. Entristece ver la mutilación y la depredación.

 

En la tarde recalamos bajo del puente y horas más tarde avanzamos hasta una acogedora caleta de playa “descubierta” por algunos de los jóvenes del grupo. Finalmente llegamos a la batería de San Dionisio.

El crepúsculo nos atrapó entre los recientes yacimientos arqueológicos de un torreón construido en 1797, entre otras obras erigidas a lo largo de más de dos siglos. El lugar está prácticamente abandonado y es parte de esa historia que Boca de Jaruco podría contar, atractiva como la de otros tantos lugares de Cuba que bien podrían convertirse en potenciales destinos para el turismo y fuentes de ingreso para la economía local.

Tarde en la noche, Madelin y las niñas nos sorprendieron con el aporte culinario de la inquieta Beatriz: espaguetis con atún y salchichas, todo mezclado. Afortunadamente, sobrevivimos.

El domingo se dibujó magnífico en el horizonte. A media mañana emprendimos el regreso. ¿Por qué pesarían tanto las mochilas aún? ¿Serían los proyectos de expediciones futuras? No es preciso esperar al verano, dijo alguno. Quizás baste con el aguijoneo de Anaray, quien dicho sea de paso, a última hora no pudo sumarse a la aventura.

 

 

 

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