Maras le denominan a las pandillas organizadas en países centroamericanos fundamentalmente y por supuesto, mareros a los pandilleros.
Mi primer “encontronazo” con las acciones crueles que ejecutan fue a finales de noviembre de 1999 en el hospital regional Atlántida en la ciudad de La Ceiba, ubicada al norte de Honduras. Acompañé una mañana a un colaborador cubano de la salud para redactar un material periodístico sobre la labor que realizaba en bien de la población más desposeída.
En el cuerpo de guardia, después de los saludos de rigor, le dijeron: “Doctor, lo esperan en la sala de Pediatría, hay un niño herido”. La sorpresa fue enorme: un infante de cuatro años de edad había sido agredido por un marero drogado, en plena calle de una de las colonias marginales, y una de sus piernas quedó atravesada por el disparo de una “chimba”, arma fabricada artesanalmente por los propios pandilleros y que usa perdigones de hierro como proyectiles. El orificio de entrada no era grande, pero el de salida, enorme.
Todos los días habían reportes de hechos vandálicos perpetrados por los integrantes de las dos maras organizadas en esa región: la Salvatrucha y la Barrio 18, o simplemente 18. Al hospital llegaban muertos o heridos casi constantemente. Los que podrían sobrevivir eran atendidos por los médicos cubanos, pues los hondureños rechazaban curarlos por el infinito odio que siente la sociedad de ese país por los delincuentes que tanto dolor y daño causan.
En otras ocasiones conocí más sobre los mareros. Supe, por ejemplo, que la génesis está en las calles de Los Ángeles, en los Estados Unidos, en los años 80 y 80 del siglo pasado donde fueron reclutados por vez primera y enviados a Centroamérica a extender sus garras; que a la “mara se entra, pero no se sale”; que existe una comunicación secreta entre ellos mediante símbolos hechos con los dedos…
Durante un mes acompañé en funciones periodísticas a varios colegas en coberturas de las consecuencias de enfrentamiento entre mareros o asesinatos en plena calle porque alguno quiso abandonar una de las organizaciones criminales. Era el “pan” noticioso de cada día. Los reportes llegaban a hastiar.
Un domingo me encontraba junto con el jefe de la colaboración médica cubana en una pequeña ciudad del norte hondureño, cuando al mediodía sonó el teléfono con el aviso de que había ocurrido un enfrentamiento entre los mareros y los presos comunes en la cárcel de El Porvenir, a unos cuantos kilómetros de distancia, pero en la misma dirección, que eran numerosos los muertos y heridos y se requería el apoyo de los especialistas de la Isla.
Los reportes dejaron ver que el panorama era dantesco, espantoso. Más de 50 cadáveres quedaron tirados en el patio, incendiaron celdas cerradas con candados con más de diez personas adentro…
Al hospital público de La Ceiba llevaron, bajo estrictas medidas de seguridad, a los que aún tenían vida. El diario La Prensa, de circulación nacional, reseñó como algunos mareros, en los estertores de la muerte, marcaban con sus dedos la señal que identifica la pandilla a la cual pertenecían. Actuaban como autómatas, como si estuvieran poseídos por una fuerza sobrenatural.
También reportó el caso de una enferma que curó las heridas de un pandillero que había matado a su hijo al salir de una discoteca para robarle. ¿Por qué lo atiende entonces?, le preguntaron. “Soy cristiana…, y es mi deber sagrado”, respondió entre sollozos.
Investigaciones posteriores demostraron que la reyerta fue provocada intencionalmente por los propios guardias de la prisión, quienes hasta le dieron fusiles a los presos comunes para “cazar” a los mareros y matarlos uno a uno, justamente el día de la visita de sus familiares.
Los mareros agreden, asesinan, torturan, extorsionan, roban, violan, incendian, amenazan, dominan territorios
Ahora mismo, los habitantes en El Salvador viven momentos muy angustiosos por las acciones pandilleras. A tal punto ha llegado la situación que la Corte Suprema de Justicia de ese país declaró el lunes a ambas maras como grupos terroristas, algo que debió suceder hace mucho tiempo.
Solo en la última semana, 220 personas murieron por acciones ejecutadas por los delincuentes, en su mayoría jóvenes que tienen todo su cuerpo —hasta el rostro— tatuado y sus mentes totalmente deterioradas.
Las maras y los mareros no surgieron fortuitamente. No pocos estudios demuestran que son el resultado de la putrefacción social que tiene sus raíces en las características propias del sistema capitalista, en el que unos pocos tienen mucho y muchos tienen muy poco. Los pandilleros —salvo excepciones— son de origen humilde y proceden de las colonias (barrios) más pobres y desprotegidas, en las que faltan las más elementales condiciones para garantizar una vida digna.
Tampoco se ha actuado con severidad a través del tiempo contra esas organizaciones delincuenciales y se han convertido, de manera gradual, en “bolas de nieve” cada vez más grandes e incontenibles.
La solución no debe estar solo en combatirlas y llenar aún más las prisiones de mareros. Hay que atender las desventajas sociales y favorecer la convivencia, aunque a estas alturas esos propósitos se tornen extremadamente difíciles.
A grandes males, grandes soluciones, y el de las maras y los mareros, es ya enorme.