“Levantó una vaquería entre los manglares de la costa de Cagüeira, sin que muriera una res”. Su capacidad para recordar viejas décimas me asombra (…) “Ha dejado esa finca sin un matojito, y eso que el marabú se había tragado la tierra por esos lares”… Tantas estampas tuve de Pepe González antes de conocerle, que al estrechar sus manos callosas disfruté la sensación de lo ya vivido.
No lo presento como José, ni con su segundo apellido: Companioni, para serle fiel a la popularidad que le trasciende. Mentado en Guasimal, su tierra adoptiva, y reconocido fuera de las fronteras de ese poblado, tuvo claro desde pequeño que lo suyo era la ganadería.
Cuentan sus amigos que “ese guajiro es lo mismo con sombrero o sin él” y los entendí apenas pasaba el primer segundo de la conversación, porque su naturalidad compone una imagen indeleble de lo auténtico.
Un roble de carne y hueso
“Mi padre era español y probó suerte en varias zonas cercanas a Sancti Spíritus, hasta que adquirió una finca en San Antonio, cerca del río Cayajaná —dijo Pepe tras un saludo que no lo entretuvo—, de él heredé la cultura del trabajo; sus tres hijos varones aprendimos a lidiar con el ganado. Con solo siete años me levantaba a las tres de la madrugada para ‘arriar’ los terneros”, comentó desde el banco de ordeño, mientras el sonido de la leche contra el metal del cubo rompía el silencio de la alborada.
La brisa fría de las horas tempranas hacía ondear la camisa colgada a unos pasos del corral; mientras, Pepe ajetreaba en la finca con la sangre ya caliente y 87 años reducidos por un espíritu incansable. “¿Usted ve esos potreros?, cuando llegamos aquí lo único que crecía era el marabú. Miraba el panorama y pensaba que había que guapear para salir adelante, y ya hace casi una década que estamos acá”.
Medí su estatura con la mirada, porque Pepe no es de esos que los años logran encoger. Su esbeltez burla el almanaque y su carisma no puede faltar en cuanto guateque o trabajo le conviden. Y para contar sus experiencias como ganadero necesitaría unas cuantas veladas.
“Mis hermanos y yo tuvimos una finca limpiecita en Tayabacoa. Eran 12 caballerías en las márgenes del río Zaza. Había caña, cuartones para los terneros, y desde la casa de vaquería nacían los potreros en un sistema de pastoreo radial, con agua garantizada en cada uno, sombra y depósitos con sal que lamían las reses. A mediados de los 70 aquellas tierras pasaron al sector cañero, y nos quedó un área muy pequeña; luego me di algunos trastazos con la vida, pero nunca dejé la ganadería”.
Recostado a una cerca deja escapar las memorias y su espíritu guajiro compagina con aquel paisaje rudo y frágil a la vez. Las remembranzas de cómo desbrozó el marabuzal junto con su hijo, en estas tierras que terminan también en el río Zaza; los días en que, luego de cortar aroma, llevaban las reses a beber al río porque carecían de un pozo… todas las anécdotas agolpándose en el verbo sencillo que deja ver la robustez de un hombre signado por el sacrificio.
“Hemos pasado las verdes y las maduras si de ganado se trata. Antes las fincas eran limpias, teníamos recursos para laborar; ahora escasean bastante, y los que se comercializan son de mala calidad”.
Ganadero hasta el final
Potreros “levantados” por ciclos para que la hierba brote y crezca lo suficiente, novillas seleccionadas de las mejores vacas lecheras para el reemplazo, un buen toro padre, y asegurar la alimentación y el agua para los animales son componentes básicos en el quehacer de Pepe.
Oírle disertar sobre ganado es adentrarse en una escuela viviente. No se guarda nada, ahí está la tierra para servirle de testigo. Comercializa los animales excedentes, y eso le permite mantener una masa estable y productiva. No ha podido construir la casa de vaquería, pero sigue la rutina del ordeño para preservar la calidad de la leche.
“Me levanto todos los días sobre las cuatro de la madrugada y a veces a las doce de la noche no me he acostado. Hace un tiempo me enfermé y desde entonces, Ricardito, el mayor de los varones, lleva la voz cantante en la finca. Es técnico veterinario y ha cumplido muy bien su papel. Nos respetamos y aprendemos constantemente uno del otro”.
A sus descendientes les ha heredado un linaje, no de apellidos pomposos ni grandes influencias, sino de arraigo, de tener que volver a aquel pedazo de tierra para sentirse completos. Unos “se aplatanaron” en el campo y otros alcanzaron nuevos horizontes pero verlos reunidos inspira.
“Enseñé a mis hijos a que amaran la tierra, y todos le saben al campo por igual; ni siquiera los que viven en la ciudad olvidan sus orígenes”, subrayó, sin disimular el orgullo, y retoma la conversación para comentar sobre el futuro.
“Vamos a sembrar yuca y caña. Además, terminaremos de limpiar un área que nos dieron hace poco. La cooperativa CCS Bienvenido Pardillo nos ha apoyado en lo que han podido, pero los recursos escasean. Nos beneficiaron con algunos rollos de alambre, el molino de viento y hace poco instalamos un biogás”.
Vuelve a señalar al frente y su dedo sigue la línea marcada por una cerca que él mismo levantó hasta llegar a las márgenes del río Zaza; apenas un día atrás había incrustado aquellos troncos en la tierra y desplegado la alambrada sobre ellos para delimitar esos potreros; mientras, yo pensaba en el marcapasos que invadió su pecho hace unos 15 años.
Increpé las contradicciones de la vida… como si alguien tan emprendedor necesitara un aparato generador de impulsos dentro… Y sí, puede que el tiempo pasara sus facturas, pero de algo me convenció Pepe: “romperse el lomo” para sacar adelante a una prole y un oficio requiere coraje. Ganadero experto desde lo empírico y como él mismo dijera, “ligado al campo, al sacrificio y al ganado hasta el último día. Usted sabe, un guajiro “encapricha´o”… y eso ¡sí es cosa seria!”.