Puede parecer increíble, pero cuando los colaboradores cubanos de la salud arribaron a finales de 1999 a Honduras para apoyar a la población de ese país tras el paso devastador del huracán Mitch, les hacían las preguntas más insólitas.
La tergiversación de la realidad de la Mayor de las Antillas a través de los medios de comunicación y la voz populi era tal que llegaron a creer que no cuidábamos bien a los niños y nos desasíamos de los ancianos, entre otras atrocidades.
Cierto es que indagaban con la humildad que les caracteriza y que la llegada del grupo solidario fue como la salida del sol después de muchos días de tormentas. El meteoro había dañado la mayor parte del territorio de esa empobrecida nación centroamericana y los servicios de salud estaban privatizados para la minoría enriquecida y deteriorados en extremo para la mayoría pobre y carente de recursos.
El panorama era dantesco. El segundo vuelo, con 47 médicos y enfermeros, y siete integrantes de un equipo de prensa, llegó al aeropuerto Golozón, en la ciudad de La Ceiba, en el litoral norte, el 29 de noviembre de 1999. Desde unos dos meses antes, otro grupo de unos 30 especialistas, laboraba en la ciudad de El Progreso, cercana a la de San Pedro Sula y también al caudaloso río Ulúa, cuya crecida hizo estragos enormes.
Tras las indicaciones de rigor, los colaboradores fueron distribuidos por todo el país, incluyendo el postergado departamento de Gracias a Dios, conocido también por La Mosquitia, a donde se accede solamente por las vías aérea, marítima y fluvial. Unos diez laborarían en el hospital principal de Puerto Lempira, la “capital” de ese enorme territorio, donde hay cientos de comunidades (aldeas) de indios miskitos, tahuaskas…
La mayoría de ellas jamás habían contado con la presencia de un médico, aunque algunas contaban con sólidos centros de salud construidos gracias a la colaboración internacional, los que contrastan por su mampostería con las casuchas cubiertas de guano y montadas sobre pilotes donde residen los indios.
En funciones periodísticas visité Puerto Lempira y las aldeas de Wampusirpe, Auas, Krausirpe… A esta última solo puede llegarse en pipante, especie de canoa indígena construida de un árbol ahuecado, y a través del caudaloso y peligroso río Patuca, en cuyas márgenes pululan los cocodrilos, a los que los lugareños llaman lagartos.
Los cubanos estaban en todas partes de ese país, en los más disímiles centros asistenciales de ciudades, poblados y en las comunidades más intrincadas.
Gradualmente el prestigio de los colaboradores fue creciendo y la población y los medios de comunicación se deshacían en elogios por la alta profesionalidad, amabilidad y disposición de cada uno de ellos.
Guardo una anécdota en mi mente que siempre sale a la luz cuando recuerdo aquellos días.
A solo 24 horas de haber arribado a la ciudad de La Ceiba, en el hospital público Atlántida, caracterizado por una pésima instalación, poca higiene y servicio deficiente, llevaron inconsciente a Xiomarita, una niña de unos 7 años de edad. El diagnóstico evidenció fractura de cráneo. Su mamá contó que en horas de la madrugada unos mareros (pandilleros) tiraron piedras hacia el techo de su humilde casa en la colonia Las Mereces y una grande traspasó el zinc de la cubierta y golpeó fuertemente la cabeza de la niña que dormía en ese momento.
Por suerte, y “gracias a Dios y a Fidel”, como me dijo días después su madre, había acabado de llegar un neurocirujano cubano. El especialista del hospital Miguel Enríquez, en la capital cubana, llevó en horas de la noche a Xiomarita al salón de operaciones y con muy pocos instrumental y equipos médicos realizó la intervención.
A eso de las 11:30 p.m. salió el joven colaborador cubano. Me abrazó. “Periodista, la niña no se va a morir”, dijo, y dos lágrimas le corrieron por sus mejillas.
Si él no hubiese estado en La Ceiba, la niña habría fallecido, pues su familia no contaba con los recursos financieros necesarios para pagar el traslado, hospitalización y atención en un hospital de San Pedro Sula, a muchísimos kilómetros de distancia.
Xiomarita evolucionó satisfactoriamente y dos meses después fue junto con su mamá hasta la vivienda donde residían los colaboradores cubanos y este redactor, a despedirse y a agradecer. No hubo casi palabras. El llanto selló la gratitud.
Hoy aquella niña debe ser una joven de algo más de 20 años.
Escribo estas líneas por un motivo muy especial: medios de prensa internacionales y cubanos acaban de dar a conocer que “Fidel Castro y el pueblo cubano recibirán los honores del Congreso Nacional de Honduras a través de la Medalla de Oro y un pergamino”.
Los recibirá el embajador de Cuba en esa nación y constituirá el agradecimiento de ese pueblo por la colaboración médica y educacional prestada y la formación de más de mil 300 galenos hondureños en la Escuela Latinoamericana de Medicina.
A pesar de diversas gestiones vía Internet no hemos podido contactar con el embajador cubano en ese país ni con autoridades del Congreso Nacional hondureño para obtener más detalles al respecto. No obstante, resulta evidente que el gesto resume la gratitud de millones de catrachos atendidos en centros de salud o alfabetizados gracias a la solidaridad de Cuba y la voluntad de su gobierno.