Por Manuel E. Yepe
La humanidad recordará por siempre, con tristeza, la forma trágica en que concluyeron las hostilidades de la Segunda Guerra Mundial en el teatro de operaciones de Asia y el Pacífico. El 6 de agosto de 1945 Estados Unidos hizo estallar una bomba atómica aerotransportada sobre la ciudad japonesa de Hiroshima para asesinar de manera alevosa a 80 mil personas, cifra que aumentó a 200 mil hasta 1950 a causa de los efectos persistentes de la radiación nuclear.
Tras aquel horrendo crimen de lesa humanidad en Hiroshima, en vez de mostrar su arrepentimiento poniendo fin a semejantes acciones contra civiles, los líderes políticos de Estados Unidos prosiguieron en sus empeños por la dominación del mundo mediante la amenaza del uso de la bomba atómica.
En la segunda ocasión lo hicieron sobre una ciudad aún más poblada, Nagasaki, donde el presidente Harry Truman se convirtió en el asesino de unos 300 mil seres humanos más.
El mensaje era evidente y claro: Estados Unidos poseía un arma terrible y estaba dispuesto a usarla contra cualquier nación que se opusiera a su dominación mundial.
El gobierno del Japón era entonces una dictadura militar que nominalmente encabezaba un Emperador que había aplastado toda disidencia democrática, proscrito al partido comunista y practicado una política exterior sumamente agresiva contra sus vecinos.
En diciembre de 1941, el imperio japonés, que había ocupado una parte considerable de las costas de China, Corea y las colonias francesas de Indochina (Vietnam, Laos y Camboya) cometiendo atrocidades en gran parte de las Indias Orientales Holandesas (Indonesia), atacó a Hawái, una posesión de Estados Unidos.
Pero, no obstante aquellas iniciales victorias, en 1945 Japón era ya un imperio derrotado. Había perdido sus reservas de petróleo y su flota naval había sido destruida. La Alemania nazi, su mayor aliado, se había rendido en mayo.
En junio de 1945, el gobierno de Japón había comunicado a los de Suecia, Suiza y la Unión Soviética su deseo de paz, solicitando, como una única condición para su rendición, que su emperador se mantuviera como jefe nominal de Estado.
No obstante lo anterior, son muchos los que aún hoy aceptan como cierta la mentira con que el entonces presidente estadounidense, Harry Truman, justificó la utilización del arma atómica tras el genocidio. «Hemos utilizado (la bomba atómica) para acortar la agonía de la guerra, con el fin de salvar las vidas de miles y miles de jóvenes norteamericanos».
Al ser informado de la destrucción total de Hiroshima por aquel bárbaro crimen, el presidente se limitó a calificarlo textualmente como “lo más grande que ha ocurrido en la historia”.
Desde 1945 Estados Unidos ha venido manipulando la cuestión nuclear como amenaza estratégica para su dominación global y su más preciada pieza en el tablero de una incesante carrera armamentista que constituye el más grave peligro para la humanidad y la vida sobre la Tierra.
Durante gran parte de la posguerra, Washington logró imponer a la Unión Soviética una onerosa carrera armamentista a la que fueron incorporadas otras novedades de la técnica militar como los misiles intercontinentales.
Washington, que había concluido la segunda guerra mundial con menos daños materiales que las demás potencias y, por tal motivo relativamente enriquecido respecto a éstas, tenía todas las de ganar en esa carrera.
El presupuesto militar estadounidense, que sobrepasa la suma de los presupuestos militares combinados de todos los demás países del mundo, ha hecho que la deuda total del gobierno estadounidense también supere la deuda externa total del resto de los países del globo.
Washington ha sido capaz, hasta ahora, de evadir las pavorosas consecuencias de tan desastroso manejo de su economía gracias a que goza del privilegio único de poder imprimir su moneda, que aún hoy se mantiene como la principal divisa internacional. Esta ventaja le permite dilatar indefinidamente la liquidación de su enorme deuda y transferir los nocivos efectos de ello al conjunto de la economía global.
Los tratados contra la proliferación de armas nucleares sólo se aplican con rigor a países no incluidos entre los más incondicionales aliados de Estados Unidos. Lo mismo ocurre con los acuerdos sobre prohibición de armas en el espacio, para la evitación de pruebas nucleares y los acuerdos parciales de desarme.
Junto con sus aliados en la organización del Tratado Atlántico del Norte (OTAN), Estados Unidos mantiene una doctrina nuclear de basada en el principio de “Golpear primero (First strike)”, lo que constituye un abierto desafío de la carta de las Naciones Unidas que prohíbe la guerra como una herramienta de la política exterior, quizás el legado más importante, progresista y democrático que dejara a la humanidad la IIGM.
Hoy, aunque la Guerra Fría concluyó hace un cuarto de siglo, las armas nucleares siguen estando en el núcleo de la estrategia imperialista.
A setenta años del genocidio en Hiroshima, la lucha de la humanidad por la paz mundial es más necesaria que en cualquier otro momento anterior de la historia.