Su fisionomía siempre me hizo recordar al ilustre manchego, aunque su impecable guayabera blanca no encajaba en la imagen de Quijote moderno que me produjo aquella tarde de junio del 2005, cuando lo entrevisté apoltronado ante su buró de trabajo.
Por varias horas ocupé su preciado tiempo al frente del Centro de Histoterapia Placentaria, donde con un tono bajo, muy bajo —el Mal de Parkinson que padecía le afectó las cuerdas vocales— contó su vida encantada por la ciencia e hizo gala de excelente memoria. Junto a él Ileana, la esposa y verdadera mano derecha en su quehacer profesional.
Si algo no pudo, o no quiso cumplir, fue el compromiso con su padre, un famoso cirujano y profesor de Santiago de Cuba, pariente del Libertador Simón Bolívar, pues su progenitor siempre anheló que el hijo se dedicara a la cirugía, pero este se hizo ginecólogo y farmacólogo.
Titulado de bachiller en 1957, se vio impedido de entrar a la Universidad en ese momento dada la situación política del país. Matriculó en 1959 y figuró entre los primeros instructores no graduados, ante la renuncia de numerosos profesores universitarios. Fundador de la Asociación de Jóvenes Rebeldes y de la UJC universitaria, disfrutó la inmensa dicha de recibir su diploma con la firma de Fidel en el Pico Turquino.
Comenzó entonces una fascinante trayectoria guiada siempre por su infinito deseo de buscar y probar una y mil veces las alquimias más diversas durante incontables horas, robadas al descanso o a la diversión.
Su primera investigación tuvo el estímulo de la ginecología en el servicio social. “Fue sobre el cundeamor; las mujeres lo utilizaban para provocar el aborto y nosotros demostramos que sí, que inducía contracciones en el útero y, por tanto, el aborto”, refirió.
Trabajó con éxito el uso de los antihistamínicos como anestésicos locales, lo que favoreció que su profesor Orfilio Peláez usara la benadrilina como anestésico en operaciones de cataratas.
Para triunfar en la ciencia es menester la intuición y ello se reafirma en el doctor Carlos Manuel Miyares Cao. Pensaba que la placenta, bajo ciertas condiciones, podía provocar el parto prematuro y en sus indagaciones descubrió que una sustancia propia de esta propiciaba la pigmentación de la piel de los animales.
“A partir de ahí —rememoraba— nos propusimos aislarla, lo que dio lugar a la conocida melagenina. Fueron 10 años de dura labor, pero la alegría que sentí al comprobar con mi antiguo profesor de Dermatología, el doctor Manuel Toboas, que la sustancia tenía una acción curativa; fue algo verdaderamente indescriptible.
“Con ella se estimulaba la reproducción de las llamadas células del color muertas. La cura es definitiva si se llega al final del tratamiento. Con esa eficacia y su no toxicidad, el producto es único en el mundo”, dijo.
Las pesquisas no se detuvieron —por el contrario— y llegaron nuevos productos para combatir la psoriasis y la alopecia, que es la pérdida del cabello, pero no por calvicie.
Al Héroe del Trabajo de la República de Cuba desde 1992 y fallecido este fin de semana le encantaba la lectura, incluso la soledad —aunque no en exceso, decía— y el baile, a pesar de que no sabía distinguir un ritmo de otro; también la natación y la pintura. Jamás sobrepasó las dos cervezas.
Nunca se concibió jubilado y al momento de entrevistarlo —ya con muchas limitaciones físicas— aún realizaba asistencia y estudios. “Mi mayor disfrute, dijo, es cuando estoy investigando. De hecho, siempre estoy pensando en algo nuevo”.