La situación al inicio de 1933 era muy convulsa en América Latina: los efectos de la terrible crisis económica de 1929 habían llegado a su máxima expresión, en lo que la política proteccionista de Estados Unidos había incidido de manera particular, puesto que esa protección había afectado el intercambio comercial de manera dramática en algunos casos. En esta circunstancia, se estaban desarrollando procesos a nivel continental que incluían movimientos populares, en algunos casos antiimperialistas, como en El Salvador en 1932 encabezado por Farabundo Martí y el Partido Comunista, en Nicaragua la lucha liderada por Augusto César Sandino entre 1927 y 1934, el incremento del movimiento independentista en Puerto Rico y el proceso revolucionario en Cuba, además de otros movimientos y acontecimientos en Suramérica, entre los que se cuenta la “república socialista” en Chile de 1932 o movimientos y tendencias de corte nacionalista en algunos sectores de las burguesías de estos países.
Cuando se produjeron las elecciones generales en Estados Unidos en 1932, ese país se encontraba en el momento más agudo de la crisis económica, mientras que a nivel continental estaban ante el agotamiento de los métodos de del gran garrote y la diplomacia del dólar con su carga de intervenciones, ocupaciones militares, controles de aduanas, etc., especialmente en el área de Centroamérica y el Caribe, y sus efectos en la promoción de sentimientos antinorteamericanos en sectores importantes de nuestras sociedades. Por tanto, este cuadro hacía indispensable encontrar nuevas vías para reconstruir esas relaciones dentro del panamericanismo.
El nuevo presidente norteño anunció en su discurso inaugural el 4 de marzo de 1933: “En el campo de la política mundial dedicaré esta nación a la política del buen vecino ─el vecino que resueltamente se respeta y, por eso, respeta los derechos de los otros– el vecino que respeta sus obligaciones y respeta la santidad de sus acuerdos en y con un mundo de vecinos.”[1]
En este contexto se ubican las relaciones de Estados Unidos con Cuba, país donde se desarrollaba el proceso revolucionario de los años treinta que llegaba en 1933 a su momento de maduración, por lo que anunciaba el colapso del régimen encabezado por Gerardo Machado. La muy especial dependencia de Cuba respecto a Estados Unidos confería a la solución que se diera a este caso una especial importancia para la credibilidad de la nueva política anunciada, de ahí que se designara al Subsecretario de Estado adjunto para América Latina, Benjamin Sumner Welles, como Embajador en Cuba. La misión de Welles era muy concreta: desarrollar una mediación entre el gobierno y los grupos de oposición, con el objetivo de controlar la situación y evitar la intervención directa. Es decir, no aplicar el artículo tercero de la Enmienda Platt.
El nuevo Embajador articuló la mediación con vistas a alcanzar un entendimiento entre el gobierno y la oposición a través de negociaciones en las cuales fue el centro, pero los acontecimientos escaparon de su control. Las fuerzas no participantes en la “mediación” continuaron la lucha y en julio estalló una huelga general que alcanzó carácter nacional, lo que arrastró a otros sectores y empujó la caída de Gerardo Machado, quien huyó el 12 de agosto de 1933. Estos acontecimientos modificaron la misión de Welles, quien ahora tuvo que maniobrar con rapidez hasta lograr la designación de un Presidente aceptable para los grupos implicados en la mediación: Carlos Manuel de Céspedes y Quesada, pero fue imposible consolidar ese gobierno de los grupos mediacionistas. El gobierno instaurado de hecho no podía gobernar ante la insurgencia popular.
La situación revolucionaria había alcanzado tal fuerza que tuvo repercusión hasta en los cuerpos armados, donde había distintos grupos que enarbolaban demandas sectoriales. Esta situación dio lugar a un pronunciamiento militar de sargentos, cabos y soldados que, en este contexto revolucionario, adquirió carácter político y se convirtió en golpe de Estado por las fuerzas que se sumaron de inmediato, lo que significó la ruptura del dominio político oligárquico a partir del 4 de septiembre de 1933. Entonces se instauró en Cuba un gobierno no controlado por la oligarquía doméstica ni por la Embajada norteamericana. Este fue el mayor reto cubano a la Buena Vecindad.
A partir de la nueva situación, el gobierno de Roosevelt tuvo que cambiar su línea respecto a Cuba, de manera que prolongó la presencia de Sumner Welles hasta lograr la recuperación del control de la Isla. Para ello acudió a métodos como: aislamiento diplomático del Gobierno cubano –que solo fue reconocido por cuatro países (México, Panamá., Uruguay y España)–, fomento de la conspiración interna para derrocar al Gobierno, identificación de elementos al interior del Gobierno para actuar desde dentro, aliento al derrocamiento del Gobierno mediante el ofrecimiento de mejor trato político y comercial cuando existiera uno aceptable para Estados Unidos y envío de 29 buques de guerra que rodearon a Cuba.
En el nuevo contexto, Welles se convirtió en el centro de la conspiración en Cuba, lo que puede comprobarse a través de sus informes al Departamento de Estado y al Gobierno de su país. El Embajador, que se mantenía en la Isla aunque su Gobierno no había reconocido al cubano, convocó a los grupos políticos que habían participado en la “mediación” desarrollada desde julio hasta septiembre para organizar una conspiración contra el Gobierno provisional, al mismo tiempo exploró las posibilidades de atracción con el presidente provisional, Ramón Grau San Martín, y con el nuevo jefe del Ejército, Fulgencio Batista, entre otros, hasta decidirse finalmente por Batista como hombre clave. Por su parte, Franklin Delano Roosevelt dejó bien clara su posición el 23 de noviembre de 1933, en las “Declaraciones de Warm Springs”, en un gesto público contradictorio con el discurso de “buen vecino”. Roosevelt dijo:
(…) el reconocimiento por los Estados Unidos de un Gobierno de Cuba supone, más que una medida ordinaria, soporte material y moral a ese Gobierno.
(…) Nosotros hemos deseado comenzar negociaciones para una revisión del convenio comercial entre los dos países y para una modificación del Tratado Permanente entre Estados Unidos y Cuba (…). No se hará ningún progreso a lo largo de estos propósitos hasta que no exista en Cuba un Gobierno Provisional que, con el apoyo popular y la cooperación general, muestre evidencias de estabilidad genuinas.[2]
El Presidente estadounidense hacía una clara incitación al derrocamiento del Gobierno provisional presidido por Ramón Grau San Martín con el anzuelo de nuevas negociaciones comerciales y la revisión del Tratado Permanente ─que contenía el texto de la Enmienda Platt─, asunto profundamente anhelado por el pueblo cubano. Simultáneamente, se produjo una reunión en la Casa Blanca con los representantes diplomáticos de las repúblicas americanas para exponerles la situación, de manera oficial, y explicar el envío de los buques de guerra. Roosevelt expuso que esos buques serían posibles refugios para ciudadanos norteamericanos u otros extranjeros cuyas vidas estuvieran en peligro.[3] El “buen vecino” se definía por una línea dura frente al Gobierno provisional, aunque tratara de mantener el nuevo discurso. Ante un gobierno que tomaba medidas de beneficio popular y de defensa nacional, aunque en medio de múltiples contradicciones, Estados Unidos no renunciaba a los métodos de fuerza.
La conspiración centrada desde la Embajada estaba muy adelantada a fines de 1933, por lo que en diciembre se pudo sustituir a Welles por Jefferson Caffery, quien a su vez lo había sustituido en el Departamento de Estado durante la misión que desempeñó en Cuba. El 15 de enero se materializó el golpe de Estado que eliminó al Gobierno provisional, con lo cual se trabajó en la restauración del poder por los grupos oligárquicos que formaban parte del sistema neocolonial. El “buen vecino” había logrado subvertir el proceso revolucionario que vivía Cuba.
[1] www.presidency.ucsb.eduhttp://www.presidency.ucsb.edu/ (consultado el 9 de septiembre de 2011).
[2] Foreign Relations of the United States: Diplomatic Papers. 1933. Government Printing Office, Washington, 1952, Vol. 5, pp. 525-526
[3] Benjamin Sumner Welles. Hora de decisión. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1941, p. 238