Toronto.- La puerta señalada con el número nueve conduce desde la avenida, ya sea mediante ascensores o las escaleras, al área de prensa de uno de los más impresionantes estadios de Canadá: el Roger Centre, antiguo Skydome, inaugurado el 3 de junio de 1989.
Tarda muy poco llegar hasta el nivel 300 (tercer piso) del formidable edificio, y casi nada recorrer un par de pasillos hasta el lugar donde por casi tres décadas los cronistas del béisbol, el fútbol, el rugby y “otras artes” más convencionales, como la música y la danza, han narrado las historias memorables e irrepetibles allí acontecidas.
El moderno máster del sistema interno de televisión, un bar y la gran mesa ovalada para redactores recibe a los profesionales en un ambiente sosegado y luminoso, con olor a café y diálogos que no pasan del susurro. La primera sensación es el deseo de escribir: este es un sitio para observar los hechos y narrar, narrar y narrar.
Luego, girando a la izquierda, se sale al balcón y la inmensidad del campo se presenta a tus pies, usualmente en forma de diamante beisbolero rodeado de interminables graderíos azules, el color identitario del Toronto Blue Jays, el equipo local desde 1977.
Uno siente, de golpe, que le han trasladado a un micromundo autosuficiente, de perfección, belleza y sentido futurista, en el cual los adelantos tecnológicos (video, sonido, iluminación, conectividad) están en función del máximo ocio posible y de la exaltación de los mejores valores humanos y de la sociedad canadiense.
Sin embargo, el Roger Centre no es un lugar estridente. Es cierto que impresiona muchísimo su domo retráctil tendido justo al lado de la mítica Torre CN, y que cuando cerca de 50 mil almas lo repletan, como sucedió en la apertura de estos Juegos Panamericanos, uno empequeñece y se rinde ante su fastuosidad. Es verdad que tiene adentro hoteles, restaurantes, salas para convenciones y tiendas, pero insisto en que no se trata de una mole carnavalesca o banal.
El Rogers es un templo de culto al deporte, sobre todo al béisbol, protagonista del suceso más estremecedor de cuantos allí han tenido lugar: el 23 de octubre de 1993, ante más 52 mil aficionados, Joey Carter pego jonrón de tres carreras para dejar tendido a los Phillies de Filadelfia y regalarle a los torontinos una Serie Mundial.
Las imágenes de los ídolos están por doquier, junto a sus números, su gloria, su legado. Cuelgan sobrias, aunque delicadamente, en muchísimos espacios del inmueble. Esculturas, murales y pinturas también rinden homenaje al béisbol y su significado social.
Ante ello, uno entiende que la inmensidad y pesantez del formidable estadio es más simbólica y cultural, que de acero y hormigón.