Por Alberto Curbelo
Un cuarto de siglo atrás, Eugenio Hernández Espinosa sembró una semilla en la escena nacional. Esta vez no fue María Antonia, La Simona, Calixta Comité, Mi socio Manolo o Quiquiribú Mandinga, que, entre otras muchísimas piezas, lo sitúan como uno de los más importantes dramaturgos de la lengua castellana. Con un adelantado núcleo de Teatro de Arte Popular, constituyó la compañía Teatro Caribeño de Cuba, agrupación-taller que le permitió organizar un elenco apto para interpretar los discursos de la cultura popular que confluyen en sus obras.
Una expresión escénica que forzosamente tiene que concretarse mediante un colectivo de actores y colaboradores que puedan asumir un discurso que amalgama la alta cultura popular, el verso dramático y los grandes caracteres que subvierten nuestras calles y palacios-cuarterías en los escenarios propicios para la tragedia, el drama, la tragicomedia y el absurdo público.
Su dramaturgia, anclada en la Cuba profunda, necesitaba de actores que pudieran escenificar el contrapunteo y las tensiones que se producen entre los hombres de a pie y quienes los marginan desde una óptica pequeñoburguesa o —en no pocas ocasiones—con los ojos eurocéntricos que relegan las expresiones religiosas e identitarias del cubano a un suburbio de la cultura que denominan folklore o “cosas de negros”. Precisamente, esas ojeadas dramáticas, engendradas por los creadores del “negrito”, son las que han arrinconado a los hombres y mujeres humildes en el discurso ramplón, chabacano y vulgar, imponiendo el grillete del bozalismo a los que sienten necesidad de expresarse a través de los ritos, bailes y cantos que sus antepasados protegieron en sus venas mientras eran desgajados del baobab e injertados en la ceiba.
Una dramaturgia que interpreta la saga de Calibán en las Antillas tenía que ser representada por histriones que asumieran sus presupuestos ideológicos y estéticos sin el mal de fondo que lastra representaciones en las que el negro solo sube a escena para hacer reír o balbucear un discurso incoherente, castrado, delincuencial. Es decir, por una compañía que magnificara los escenarios donde las contradicciones sociales se hacen más fuertes, la miseria es latiente; pero también la pasión y la fe revolucionaria están en su ADN, pues no se asume por altruismo o adoctrinamiento.
Teatro Caribeño concretó proyectos escénicos desde la óptica de los que vienen de abajo, de los que sudan la camisa y construyeron ciudades que hoy cumplen medio milenio de fundadas. También trazó puentes entre las dramaturgias —otras dramaturgias, insolentes, levantiscas— que regurgita el Caribe. Iluminó a Calibán y Miranda cuando, en lecho de coral y en extrañas posiciones, cebaron su desparpajo con la sagrada guayaba. Eugenio, continuador del Martí de Abdala, entendió y erigió esa imprescindible palanca con la que habría de mover la dramaturgia antillana, las ideas que sostienen su teatro.
En estos cincos lustros de forja y de muchos reconocimientos, Teatro Caribeño —cual compañía Madre— no solo formó artistas plenos para la materialización de sus presupuestos estéticos sino que gestó otras compañías y proyectos, como Teatro Cimarrón o Punto Azul, que cortaron su cordón umbilical para andar con pasos propios el camino trillado por el Negro Grande del teatro cubano, abriendo otros lindes y dispersando otras semillas en el monte escénico que hoy nos convoca al festejo, al afecto y al agradecimiento.