A jugar por los acontecimientos parecía que a Rolando Beltrán Hurtado se le había hecho demasiado tarde para las letras y los números. Con nueve años pisó por primera vez una escuela, allá por 1957, y el estreno resultó tan traumático que cualquiera hubiese asumido el debut como despedida.
La maestra lo arrinconó y le cobró una altísima cuota de sufrimientos y vejámenes por aquello de ser negro, humilde y arrastrar una pobreza más escuálida que su diminuta figura.
Pero cada buche de desilusión el niño Rolando lo tragó convencido de que aquello tenía que cambiar y él quería ser parte del cambio, que enseñar y aprender podían trenzarse con armonía, incluso con amor, y que magisterio, maternidad y paternidad formaban una misma familia de palabras, aunque el diccionario no lo reconociera como tal.
La necesidad lo llevó por otros rumbos, aprendiz de zapatero, bodeguero, hacedor de mil cosas, pero la vocación inicial estaba ahí, le carcomía las ganas y pujaba por salir, hasta que definitivamente se desbordó cuando en su Santiago de Cuba natal comenzó la captación de jóvenes para el programa de maestros Makarenko.
Del sueño a la poesía
En 1969, título en ristre, llegó Beltrán, como todos le llaman, a una de las primarias del poblado de Boniato, en el municipio de Santiago de Cuba, y allí comenzó el rescate del sueño y de la ilusión de una escuela que fuera casa a la vez.
“Me tocó un aula de tercer grado, pero no pude disfrutar por mucho tiempo del ‘tú a tú’, con los alumnos; alguien creyó que servía para dirigir y me nombraron director, luego me trajeron a El Caney como inspector y enseguida asumí la dirección del sindicato, una etapa muy especial de la que puede hacerse una historia aparte.
“En esas andanzas llegué hasta el nivel regional, al frente de la esfera de asuntos laborales y sociales, y aprendí mucho del trabajo cara a cara con la gente, a dialogar, a buscar el consenso colectivo, cosa que hasta hoy me sirve a la perfección”.
Aun cuando ni él mismo lo toma en cuenta, el año 1975 fue un punto de giro. Por aquel entonces ya se había casado —con una maestra—, habían nacido sus dos hijas, quienes a la postre se convirtieron también en maestras, y le asignaron la misión de su vida: trabajar en la primaria Abel Santamaría Cuadrado, en el propio poblado de El Caney.
“Cuando aquello la matrícula no superaba los 200 alumnos, hoy son mil 130; tampoco era internado como lo es ahora, con 60 niñas y niños que por diferentes situaciones socioeconómicas pasan la mayor parte de su tiempo aquí, como mismo lo hago yo, pues siento el deber de estar atento a cada detalle y el placer de disfrutar del triunfo de los estudiantes y la escuela como si fueran míos”.
Así ha sido durante 40 años en los que Beltrán no ha flaqueado un día, en los que no ha perdido el entusiasmo ni las ganas de enseñar y educar, de la mano de 179 trabajadores que lo acompañan.
Por eso y por más el centro Abel Santamaría Cuadrado está reconocido nacionalmente como el modelo de institución educativa a la que aspira el país, con razones que están a la vista de los que quieran llegar, ver, asombrarse y multiplicar lo apreciado.
Allí no se reciben otros recursos materiales que los asignados al resto de los planteles de Cuba, pero la escuela brilla por la pulcritud, seduce por el orden, y sorprende por lo que tiene para el disfrute de todos.
Hay un parque infantil con cachumbambé, columpios, deslizadores y tiovivo, un orquideario, incontables plantas ornamentales en macetas y colgaderas, un autoconsumo que ostenta la triple corona de la agricultura urbana (con vegetales, hortalizas, granos y animales de corral) y un restaurante con equipo de aire acondicionado, cubertería y losa de lujo por el que cada día pasan los niños de un aula para “entrenarse” en los buenos modales del comer.
Por tener tienen hasta un zoológico “de verdad, con animales vivos”, en el que hay aves diversas, majá, cocodrilo e incluso una mona.
“Cada cosa se ha logrado con mucho sacrificio y con el esfuerzo de todos, de absolutamente todos los que tienen contacto con la escuela, por eso el cuidado de lo que tenemos se asume no como obligación, sino como cuestión natural.
“Hay principios que son básicos, uno de ellos es involucrar a las personas, realizar concursos para estimular a los mejores, pedir propuestas e ideas nuevas; el otro es promover el respeto a los demás, el amor y la tolerancia, demostrar, jamás imponer, la i mportancia de estudiar, de portarse bien, de ser puntuales y disciplinados”.
Gracias a esas pautas el internado Abel Santamaría y Rolando Beltrán Hurtado —que no es lo mismo pero es igual— se han convertido en triunfadores y atesoran tantísimos reconocimientos y méritos que unidos superan el centenar.
“Ahora me llega la condición de Héroe del Trabajo de la República de Cuba, recién recibida el pasado primero de mayo, y se me renuevan los deseos de seguir, dispuesto a lo que me pidan por la educación, que ojalá no sea jamás irme de esta escuela, pues eso sería como separarme el alma del cuerpo, o como quitarme el amor de ese montón de hijos que aquí he visto crecer, hacerse grandes y progresar en la vida.
“De ese cariño me alimento cada día, este internado es mi casa, y no son meras palabras, vivo en la parte de atrás, patio con patio, y no cojo vacaciones, las dono, para que cada septiembre tengamos algo nuevo que regalarles a los niños, y que jamás pierdan las ilusiones de aprender cada día un poquito más”.