En los años veinte del siglo XIX se hacía realidad irreversible el proceso independentista en la América continental que había estado bajo dominio español. La nueva situación que se perfilaba llevó a Estados Unidos a definir posiciones y políticas. Esto dio lugar a discusiones con perspectivas contrapuestas dentro de la dirigencia norteña, lo que puede verse en las propuestas que se realizaron y las opiniones que se expresaron entonces.
Henry Clay, futuro secretario de Estado, fue de los que más insistió sobre el asunto latinoamericano en el Congreso estadounidense. En 1818 había planteado el reconocimiento de la independencia de lo que se conocía como la América española, pues consideraba que era de gran interés para Estados Unidos en todos los órdenes, en el entendido de que se podía crear un sistema del cual su país sería el centro; pero no logró la aprobación a tal idea. En 1820 volvería sobre el tema en la Cámara de Representantes; sin embargo John Quincy Adams, secretario de Estado y futuro presidente, en ese año de 1820 tenía otra opinión: “En lo que se refiere al sistema americano, lo somos nosotros mismos, nosotros formamos ese sistema. Entre América del Norte y del Sur no hay una comunidad de intereses, no hay una base para la creación de un sistema americano común.”[1]
La contradicción en torno al asunto se evidenció también en la prensa norteña y en distintos espacios donde el tema se planteaba. Para algunos, no había ninguna relación entre el Norte y los suramericanos a partir de destacar las diferencias, mientras para otros era el momento de establecer el liderazgo continental; pero la independencia se convirtió en una realidad por lo que el reconocimiento se volvió una necesidad impostergable.
En 1822 Estados Unidos reconoció a las naciones independientes latinoamericanas, aunque todavía mantuvo el abastecimiento a los ejércitos realistas españoles y también la labor de espionaje, lo que provocó protestas de dirigentes como Simón Bolívar, Pedro Gual o Bernardo Rivadavia, entre otros; pero el hecho cierto era la realidad de la independencia. Esto llevó no solo al reconocimiento, sino también a definiciones de política continental como la llamada “Doctrina Monroe” en 1823. Sin embargo, pronto otro acontecimiento vendría a llamar la atención de la república norteña: el intento de los latinoamericanos por encontrar un mecanismo de concertación colectiva, lo que se trató de plasmar a través de la convocatoria a un congreso que debía celebrarse en Panamá en 1826.
Cuando se preparaba lo que sería el Congreso Anfictiónico de Panamá, en Estados Unidos se comenzó a discutir acerca de este asunto y, en ello, alcanzó relieve el interés por Cuba. En aquellos años, al calor del proceso continental, se desarrollaban en la Isla algunas conspiraciones independentistas vinculadas con México y Colombia y esto preocupó a los dirigentes norteños, que ya habían definido la política de la fruta madura respecto a la Isla. Las instrucciones del entonces secretario de Estado, Henry Clay, al ministro norteamericano en Madrid, Alexander Everett, en 1825, son muy reveladoras, por lo que es pertinente citarlas en extenso:
(…) No es por las nuevas repúblicas por lo que el Presidente [John Quincy Adams] quiere que usted aconseje a España la conveniencia de concluir la guerra, (…); y como la política y miras de los Estados Unidos respecto a Cuba y Puerto Rico pueden tener algún influjo, está usted autorizado a revelarlas con toda franqueza y lealtad.
Los Estados Unidos están satisfechos de que las expresadas islas sean de la pertenencia de España; y con sus puertos abiertos a nuestro comercio, como lo están ahora, este gobierno no desea ningún cambio político de aquella especie. (…) Los Estados Unidos tendrán siempre temores de que aquellas pasen a ser propiedad de una potencia menos amiga, y de todos los poderes europeos, este país prefiere que Cuba y Puerto Rico sean de España y no de otra nación.
Si la guerra de España contra las nuevas repúblicas continuase, y aquellas islas llegasen a ser el objeto y el teatro de ella, las riquezas en ellas existentes tienen tal conexión con la prosperidad de los Estados Unidos que quizá éstos no podrían permanecer espectadores indiferentes, y las contingencias posibles de tan prolongada lucha indudablemente acarrearían al gobierno de Estados Unidos deberes y obligaciones cuyo cumplimiento, por penoso que le fuese, no podría eludir.[2]
Sin duda, Cuba –y Puerto Rico junto a ella– estaba entre las prioridades prioridad de la política exterior estadounidense, a tal punto que se decidía hacer tales revelaciones a la metrópoli española. Junto a ello estaba la preocupación por preservar la estabilidad de la esclavitud. Esto explica la preocupación de la dirigencia de aquel país sobre los intentos de independencia de Cuba y su relación con la convocatoria al congreso latinoamericano.
A partir de los objetivos norteamericanos, se puede entender el contenido de las instrucciones de Clay, en 1826, a los designados delegados a la reunión de Panamá, en las que Cuba tenía un lugar especial. En ellas esto se decía con toda claridad:
Es demasiado lo que tienen en juego los Estados Unidos en los destinos de Cuba para que puedan mirar con indiferencia una guerra de invasión que se realice en forma devastadora, o ver en el curso de esa guerra a los habitantes pertenecientes a una raza combatiendo con otra, por principios y motivos que al cabo han de llegar, si no al exterminio de una de las dos partes, a los más horribles excesos. Los sentimientos humanitarios de los Estados Unidos, y el deber en que están de defenderse a sí mismos contra el contagio de una guerra semejante y sus peligrosos ejemplos, los obligarían, aún corriendo el riesgo de perder la amistad de México y Colombia –a pesar del gran aprecio en que la tienen–, a emplear todos los medios necesarios a su seguridad.[3]
Resulta, por tanto, evidente, el interés de Estados Unidos por Cuba y, en consecuencia, su oposición a los intentos de promover la independencia de la Isla por parte de las nuevas repúblicas americanas, lo que constituía un asunto en la agenda de la cita continental.
El Congreso estadounidense debatió la participación en la reunión de Panamá, lo que dio lugar a diferentes intervenciones sobre este asunto, en las cuales se manejaba el interés norteño ante aquel acontecimiento. Daniel Webster expresó la importancia de la isla cubana al decir “permítannos mirar a Cuba” para referirse a la importancia de las relaciones comerciales con la Isla, muy superior al intercambio con otros países como Francia y sus colonias. Webster destacaba la situación geográfica de Cuba “en la boca del Mississippi”, como “punto dominante del Golfo de México” y su trascendencia para el tráfico costero estadounidense.[4] Por su parte el senador por Maine, John Holmes, hacía una definición específica:
¿Podemos permitir que las islas de Cuba y Puerto Rico pasen a manos de esos hombres embriagados con la libertad que acaban de adquirir? ¿Cuál tiene que ser nuestra política? Cuba y Puerto Rico deben quedar como están. El Presidente ha dicho de un modo muy distinto a toda la Europa, que nosotros no podemos permitir que se transfiera Cuba a ninguna de sus potencias. Y un lenguaje igualmente decisivo tiene que usarse con los Estados sudamericanos. Nosotros no podemos permitir que sus principios de emancipación universal se pongan en ejercicio en una localidad tan inmediata a nosotros, donde se nos puede transmitir su contagio con peligro de nuestra tranquilidad.[5]
Como ha sido reconocido, las presiones de Estados Unidos e Inglaterra, además de las divisiones internas, incidieron en que no se pudiera crear el mecanismo integracionista en 1826 y quedara pendiente y, como parte de ello, estuvo el posible apoyo a la independencia de las islas antillanas. El general venezolano José Antonio Páez expresó en sus memorias, con dolor y asombro, el papel de la nación del Norte en ello:
Obstáculo muy grande encontró por otra parte, y el más inesperado para nosotros, un proyecto que parecía llamado a no ser combatido sino por los españoles solamente. El Gobierno de Washington, lo digo con pena, se opuso de todas veras a la independencia de Cuba, dando por razón, entre otras, una que debe servir siempre de enseñanza a los hispanoamericanos: que “ninguna potencia, ni aun la misma España tiene en todos sentidos un interés de tanta entidad como los Estados Unidos en la suerte futura de Cuba… y por lo que respecta a nosotros (los angloamericanos), no deseamos ningún cambio en la posesión ni en la condición política de la Isla, y no veríamos con indiferencia que del poder de España pasase al de otra potencia europea. Tampoco querríamos que se transfiriese o agregase a ninguno de los nuevos Estados de América.”[6]
Como puede observarse, el interés de Estados Unidos por Cuba constituyó un factor importante en la posición que sostuvo aquel país frente al Congreso Anfictiónico de Panamá, para sorpresa de algunos de los libertadores latinoamericanos.
[1] The memoirs of John Quincy Admas. Philadelphia, 1874-1877, Vol. V, p. 76.
[2] Citado por Emilio Roig de Leuchsenring: Bolívar, el Congreso Interamericano de Panamá, en 1826, y la independencia de Cuba. Oficina del Historiador de la Ciudad, La Habana, 1956, p. 39.
[3] Citado por: Philip S. Foner: Historia de Cuba y sus relaciones con Estados Unidos. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1973, T I, pp. 180-181.
[4] Citado por Herminio Portell Vilá: Historia de Cuba y sus relaciones con España y Estados Unidos. Jesús Montero Editor, La Habana, 1938, T I, p. 264.
[5] Citado por: Roig. Ob. Cit., p. 34.
[6] Citado por Roig. Ob. Cit., p. 48-49 (Las palabras que Páez reproduce son de Henry Clay a los comisionados al Congreso de Panamá)