Comienza el período de lluvia y este lugar podría volverse un infierno o un cementerio. En los meses de mayo, junio o julio, ya no habrá quien proteja los libros, que, humedeciéndose, comenzarán a podrirse fuera del almacén sin ventanas y con puertas de madera medio caídas. Dentro, quizá vivan igual suerte. Una muerte horrible, como suelen ser las agonías en la literatura.
Ahora, bajo el sol mañanero del tórrido clima cubano, por cualquier parte hay hojas de papel sueltas sobre la yerba. También carátulas de cotizados textos para estudios universitarios. Libros en la acera y a la intemperie o acumulados, unos sobre los otros, como las bajas en un campo de batalla en una fosa común. Incluso, de los árboles de flamboyán, cuelgan como frutos.
El escenario real maravilloso ante nuestros ojos corresponde a algunos locales habilitados por la Facultad de Ciencias Sociales y Humanísticas de la Universidad de Pinar del Río Hermanos Saíz Montes de Oca, para guardar los libros de sus carreras. Estos se ubican dentro de la antigua y popular área de festejos del Villamil, en la ciudad occidental, en la cual coinciden, además, instalaciones de Cupet y del Registro de la Propiedad.
El rostro serio, los gestos leves y las palabras de Rangel Rivera Torres, almacenero de la casa de altos estudios, explican que las penurias comenzaron hace unos meses. Retirar los custodios de allí hacia otro destino, por necesidades de la entidad, facilitó las libertades a quienes ahora se divierten con el desorden.
Este lugar entristece, llena de impotencia, como suelen hacer los cementerios. Quizás algún día venga a depositar flores sobre las tumbas que pueda identificar, entre tantas que yacen bajo el amontonamiento. No tienen inscripción que indique el precio, pero seguramente valdrán mucho, sobre todo, porque algunos de ellos escasean para los estudiantes.
Los nombres, por sí solos, indican su importancia, pues en su mayoría son muy reputados. Por aquí, yacen los restos de La Investigación de la Comunicación de Masas, de Mauro Wolf, casi una biblia para la carrera de Comunicación Social en Cuba. Por allá, la Historia de la Filosofía, de Nicolás Abbagnano, del cual, en mis años de estudios superiores, le tocaba un ejemplar a cada dos compañeros. En otro rincón apareció el Panorama Histórico de la Literatura Cubana, de Max Henríquez Ureña. Muchos dañados o semidestruidos.
Si llegara a tropezar dentro de los locales, caminando sobre la montaña de papel e ideas, usted podría caer de bruces sobre un colchón de libros. Quizás, sobre Economía Política de la Construcción del Socialismo, Metodología de la Investigación Cualitativa de Gregorio Rodríguez o Metodología de la Investigación, de Roberto Hernández Sampieri.
En la nave principal hay más orden, puertas y ventanas, pero ya se robaron el candado. A través de las celosías, manos inopinadas empujan las pilas de libros hacia el piso. Los otros locales, lo de la triste imagen onírica del comienzo, son presa indefensa, sin ventanas o cerradura.
Es fácil tomar lo que se quiera aquí, caminar sobre los libros o jugar a lanzarse sobre ellos. Nada, aunque sea simbólicamente, impide entrar a los almacenes improvisados.
Es costumbre, dice Rangel, que haya que empujar, nuevamente, cientos de textos al interior tras cada amanecer. La escena se remedará todos los días.
Quizás, nunca se debió llegar a esta situación. No habría que esperar a que, repetidamente, tantos títulos —conté más de 20 en solo poco tiempo— sean mutilados, las puertas destruidas, los candados robados. No cuando, dicen los apocalípticos, el libro impreso está amenazado de muerte. No si el sistema educacional cubano gasta tantos recursos para imprimir la bibliografía de sus estudiantes. No para que las páginas de Crimen y Castigo, el clásico de Fiódor Mijáilovich Dostoievsky, sean restos en tierra de nadie.
Comienza el período de lluvia y este lugar podría volverse un infierno, un osario de páginas muertas, si alguien no hace algo.