Profundamente martiana, Celia Sánchez Manduley fue capaz de salvar los prejuicios de su clase social acomodada para, como el Maestro, unir su destino al de los humildes, por cuya emancipación padeció los sinsabores, alegrías, sobresaltos y peligros de una vida clandestina, que solo concluyó con su definitiva incorporación al ejército guerrillero, en la Sierra Maestra.
Ese proceso no fue fortuito, sino que estuvo precedido de una activa militancia ortodoxa y una profunda comprensión de la problemática nacional y de la lucha armada como única vía para solucionarla.
De ahí su apoyo y ayuda a los penados por los ataques a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo, en julio de 1953, lidereados por el joven abogado Fidel Castro Ruz, y su inmediata participación en el movimiento por ellos fundado tras su excarcelación.
Sus extraordinarios valores revolucionarios y humanos llevaron a Frank País a confiarle los preparativos para la recepción de la expedición del Granma, trascendental misión en el cual dio sobradas muestras de su capacidad como organizadora y previsora dirigente.
La confusión que prosiguió al demorado desembarco y el revés sufrido por los expedicionarios en Alegría de Pío no la amilanaron, y mantuvo la esperanza de que no todo estuviera perdido. Esa fe fue retribuida días después, al recibir la alentadora noticia de que Fidel se encontraba en la finca Cinco Palmas. Entonces reemprendió la labor patriótica y se dio a la tarea de enviar hacia allá “(…) los primeros víveres, las primeras ropas, el primer dinero”, como señalara oportunamente el Comandante en Jefe.
Entusiasta encuentro con Fidel
Sus ansias de conocer a Fidel no se vieron satisfechas hasta el 16 de febrero de 1957, que en compañía de Frank llegó a las estribaciones de la Sierra Maestra. Tal acontecimiento superó todas sus expectativas, y al regresar a Manzanillo lo definió como: “(…) Más grande de lo que había pensado (…) el verdadero líder y guía”.
Una personalidad extraordinaria
Quienes hemos tenido la oportunidad de acercarnos a su trayectoria en el afán de divulgarla, hemos podido apreciar la profunda huella que dejó en cuantos tuvieron el privilegio de compartir con ella en diferentes momentos de su existencia.
A ninguno le resulta fácil resumir la forma en que la alegre manzanillera pudo adueñarse de sus corazones, pero todos enfatizan en su sencillez, modestia, franqueza, lealtad y entusiasmo contagioso.
Tales cualidades la acompañaron siempre, atestiguan quienes la conocieron en la primera infancia; los vecinos de Pilón que en sus hogares supieron de su cálida presencia, y los niños cuyos míseros y desolados días de reyes alegró con algún que otro juguete confeccionado o reparado por ella.
Igualmente, los enfermos que recibieron muestras de su espíritu solidario cuando acompañaba al padre médico, quien acudía a atenderlos de forma gratuita e incluso les facilitaba algún medicamento si carecían de dinero para adquirirlo.
Así fue tejiendo Celia el hilo conductor que la unió a la lucha revolucionaria, con la pasión de quien vislumbra un futuro luminoso.
Cuando al verde brillante de la Sierra se sumó la tonalidad olivo del uniforme guerrillero, y Celia pudo al fin sumarse a la lucha armada, devino paño de lágrimas de los combatientes, su “hada madrina”; la compañera preocupada porque no les faltara lo imprescindible, y con singular paciencia les escuchaba hasta el más intrascendente de sus problemas, para los cuales encontraba siempre solución o consuelo.
Dotada de extraordinaria sencillez y un carácter ajeno a las imposiciones, convencía con la más contundente de las armas, su propio ejemplo, a la vez que detestaba la hipocresía y la traición.
Inquieta se proyectaba entre sus compañeros de armas, quienes no acertaban a explicarse la forma en que aquella frágil mujer podía resistir la azarosa vida guerrillera y erguirse airosa en cuanta difícil prueba le imponía la contienda.
Celia, de su pueblo
La aparentemente débil figura femenina que en abril de 1957 vio realizado su anhelo de incorporarse al destacamento rebelde y recibir su bautizo de fuego en el combate del Uvero, no dudó en regresar a la peligrosa incertidumbre de la ciudad cuando se hizo necesario garantizar, desde el llano, la supervivencia y consolidación de la tropa rebelde.
Había abrazado la causa y por ella estaba dispuesta a correr todos los riesgos: vivió de nuevo clandestina, de casa en casa, sin que ello le impidiera moverse en la ciudad en ocasiones en las cuales solo su intervención aseguraba el éxito de una misión.
Así se proyectó en su pueblo, por cuyo bienestar renunció a los más mínimos placeres personales, para no restarle tiempo al quehacer revolucionario.
Junto a él vibró en los instantes de alegría o peligro; sufrió la muerte de los compañeros caídos en defensa del proceso; se irguió indignada ante cada agresión enemiga; coreó feliz la consigna ¡Patrio o Muerte! ¡Venceremos!, y sintió la tensa satisfacción de saber a sus hermanos de ideales luchando en otros pueblos del mundo.
Toda fibra humana dejó a su paso una indeleble huella que ha inscrito su nombre en la gloriosa historia nacional. Quizás la más preciada recompensa a su profundo amor hacia las grandes masas, sea el reconocimiento de estas a su importante actividad en la lucha contra el régimen tiránico, y prestigiosa y callada gestión en las altas esferas del Estado.
A su incondicional entrega a la causa corresponde la irrenunciable postura popular en defensa de la obra que ella contribuyó a crear. Su desaparición física el 11 de enero de 1980 no implica necesaria ausencia, porque marcha junto a cada revolucionario en el trabajo diario, presta a empuñar las armas cuando de defender la patria se trate.