Por: Frank Padrón
No es de extrañar que entonces este cineasta tan vinculado a la música —su debut en el cine fue justamente con el segmento musical de la cinta Tres veces dos— se acerque a uno de nuestros íconos en ese terreno: Omara Portuondo, y le dedique un documental con la venia del sello discográfico Colibrí y el Instituto de la Música.
Es cierto que a la también llamada novia del filin le dedicó en los 80 un entrañable y recordado filme el hoy mucho más reconocido Fernando Pérez, pero no solo era mucho más corto sino que, como de entonces acá ha “llovido” tanta Omara, era todo un imperativo acercarse de nuevo, y sobre todo, mucho más, a la gran cantante nuestra.
Con un guion coescrito entre el director y la periodista Mabel Olalde, Omara: Cuba no es un título gratuito, en virtud de la insistencia en lo autóctono de la artista, su condición de emblema de cubanidad, de embajadora de nuestra canción en todo el mundo.
Para ello se apoya en abundante y rico material de archivo —en algunos casos francamente desconocido y hasta inédito—, en sustanciosas entrevistas que arrancan a la mayoría de los convocados (músicos, autores, colegas e intelectuales de otras esferas de algún modo a ella vinculados) opiniones y comentarios muy elocuentes, que en conjunto arman un retrato dinámico y multisémico de la homenajeada.
De un modo u otro, (casi) toda Omara está en este filme, desde el inicial Loquibambia, la bailarina de Tropicana y Las Mulatas de Fuego o el próximo cuarteto de Orlando de la Rosa y Anacaona hasta la Diva del Buena Vista Social Club (como también se le conoce), pasando por la fundacional etapa en Las D´Aida; mas sobre todo esa inmensa solista que ha viajado el mundo entero llevando nuestra música.
Omara: Cuba no olvida facetas menos conocidas, tal es el paso de la artista por el cine o sus recientes colaboraciones con la danza (el ballet de Lizt Alfonso).
El documental intenta (y considero logra a plenitud) reflejar: el ser humano, por encima de la artista; por eso las imágenes que la entregan regresando a su viejo barrio natal —estas, a la verdad, un tanto impostadas— o en las que habla de su familia y sus vivencias, por ejemplo el modo tan peculiar en que halló la rumba (o viceversa).
Hay momentos editables, ciertas reiteraciones en entrevistados cuyo oportuno corte hubiera redundado en un mejor aprovechamiento del tiempo fílmico, pero no dudemos que estamos no solo ante un cálido y revelador filme, sino de no poco vuelo estético: la mezcla de fuentes y soportes, el equilibrado uso de varios recursos (el animado, la caricatura, la información escrita…) y el hallazgo de un tono —entre lo racional y lo emotivo, sin desbordes ni estridencias— que nos permite conocer desde distintos y muy fiables ángulos ese inmensurable fenómeno artístico que es Omara Portuondo.
Como puede imaginarse, tratándose de quien está frente a la cámara escrutadora de Hamlet, hay mucha música en el documental, pero también este aspecto decisivo, que pudo quizá desbordarse o sobreabundar, encuentra un apreciable equilibrio, y se erige en lo que afortunadamente tenía que ser: otro protagonista, porque como mismo Omara y Cuba se funden y se hacen una, ello ocurre sobre todo gracias a ese don que se volvió carrera, profesión y más aún: sangre de esa mujer que ha hecho de ella su pequeña patria, junto a la otra, la grande que la hace cantar ufana lo que en su voz devino todo un himno:
“Y por eso yo soy cubana/ y me muero siendo cubana”.