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Dolores Rondón: Certezas

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Por Ernesto Montero Acuña

El joven barbero prodigaba requiebros a la mulata que, con voluptuosa prestancia, transitaba ante el establecimiento donde cumplía él las labores de su oficio e hilvanaba versos que soñaba cumplir a pesar de los desdenes de la joven.

Portentosa antillana, heredaba ella los atributos de la más pavorosa víctima, la mujer, en la dominación española sobre el Nuevo Mundo. De aquellos remotos antecedentes proviene el desenlace.

Nicolás Guillén, cuyos primeros años trascurrieron en las proximidades de los barrios camagüeyanos de Santa Ana y el Cristo, (1) reflexionaba en su Prólogo a Sóngoro cosongo (2) que “las dos razas que en la Isla salen a flor de agua, distantes en lo que se ve, se tienden un garfio submarino, como esos puentes hondos que unen en secreto dos continentes”.

Al espíritu mestizo referido por el poeta, perteneció Dolores Rondón, la mulata que originó una décima, perpetuada, sobre los infortunios de su vida. Por ello es muy significativo que el Poeta Nacional no se haya referido a ella, a pesar del espacio geográfico urbano común, de sus nociones sobre la historia y de su obra.

¿Tal vez lo expliquen los sesenta años de distancia entre la muerte de Dolores y los inicios periodísticos del poeta? Aunque el epitafio que la perpetúa había trascendido, desde antes, a la ciudad toda.

El asunto va más allá, sin embargo, de la aparente leyenda acerca de una bella mulata que muere de tisis o de alguna epidemia local y comienza a yacer en el “camposanto”, como se solía identificar al cementerio próximo a Cielo y Carretera, en la Plaza del Cristo.

“Aquí Dolores Rondón/finalizó su carrera”, reza el inicio de la lápida, cuya creación se le atribuye a un barbero con aficiones poéticas nombrado Agustín de Moya, sobre el cual “existe constancia” y cuya vocación literaria se califica como proverbial.

Era aficionado tanto a improvisar décimas populares como a escribir con el lenguaje culto de la época, por lo que se afirma además que no debía ser mediocre su talento, pues cultivaba la amistad de relevantes intelectuales de la ciudad.

Lo cierto es que desde la más antigua noticia acerca del hecho y de la obra, publicada en una gacetilla del periódico La Luz el 3 de febrero de 1881, a Moya se le confiere la autoría.

Su barbería La Filomena, situada en la calle Jesús María –hoy Padre Valencia–, era refugio habitual de poetas y trovadores. Esta ubicación ofrece un dato de cierto interés, debido a que otras versiones la han ubicado hacia las calles Hospital u Honda, más próximas al cementerio.

A favor de esto se tiene en cuenta la posible residencia de ella en el barrio popular de Hospital entre San Luis Beltrán y Cristo, y su condición de hija natural del comerciante español Vicente Rams –personaje estrictamente reconocido-. Pero ambas afirmaciones no constituyen circunstancias comprobadas. Al parecer, por esto se ha calificado a Dolores Rondón como un “supuesto” personaje histórico.

Quizás influya también la condición de que por hijo natural se asumía al ilegítimo o de padre y madre conocidos, pero no unidos legalmente en matrimonio.

Así, es posible establecer las identidades de un virtual progenitor y del presunto poeta enamorado, aunque falten un cadáver con certificado de defunción y una inscripción de nacimiento, ya imposibles de obtener. Esto reafirma la incógnita sobre su existencia real.

Pero tampoco puede ignorarse la versión local sobre la mulata, hija natural de un hombre acaudalado, bella y orgullosa, que rechaza el amor de un barbero y se casa con un militar español.

A lo que se añadía que luego de varios años, viuda y empobrecida, regresa subrepticiamente a la ciudad, donde muere durante una epidemia y es destinada a la fosa común.

Como en estas no se identificaba a los cadáveres, ni existía inscripción presumible, la historia se ha calificado como relato legendario y de adición al texto del epitafio. Pero su más de siglo y medio de existencia la consolida, en vez de esfumarla.

“La belleza de esa décima, su afortunada síntesis expresiva y su mensaje moral, que evidencia la influencia de muchos tópicos de la literatura clásica española: la brevedad de la vida, lo efímero de las pompas y vanidades, el premio o castigo póstumo por las acciones realizadas en vida, quedaron realzados (3) por el uso de una forma estrófica muy popular y fácil de memorizar por el pueblo”.

Ingredientes que corresponden, en gran medida, al romanticismo cubano, desde 1830 hasta más allá de la presunta muerte de ella, con la agravante de las aguda confrontación cubanas con la metrópoli española. La historia romántica, con las necesarias dosis de amor, de muerte, de sentimiento puro y de apego a la vida, al arte, a lo bello… culmina con la frustración mortal como desenlace.

A pesar de las circunstancias, el texto aparecido sobre la fosa común siempre fue restaurado por alguien y pronto se le memorizó, aunque existieran dudas sobre el autor y acerca de los sucesos que lo originaron.

“Al parecer, la primera interrogante [sobre el poeta] fue más fácil de responder en una ciudad tan pequeña, donde los versificadores aceptables no eran demasiados, [aunque] la segunda [sobre los sucesos] quizá fue más compleja, tal vez por la discreción del barbero o porque la Dolores Rondón aludida sólo tenía relieve para los implicados”. (4)

¿No sería esto último lo que originó la “existencia solo presunta”?

Sin duda la decisión oficial del alcalde Pedro García Grenot de construir en 1935 un túmulo en el cual se grabara el texto ha contribuido a perpetuar la historia legendaria.

El monumento y su cruz  se atribuyen, por cierto, a Pascual Rey Calatrava, exquinto en el ejército español antes de pasar a las filas mambisas, y se asegura que a él también le correspondió fabricar el sarcófago para inhumar los restos de José Martí después de su caída en Dos Ríos.

Se considera que la ubicación actual del epitafio no coincide con el sitio donde debió estar originalmente, pues, al construirlo, se lo situó  ante el panteón de la familia Agramonte y de otros notables, algo que no parece demostrado.

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que los restos del Mayor Ignacio Agramonte fueron también, en su momento, destinados a la fosa común. Por lo que quizás haya existido una proximidad anterior, sin nada de legendaria.

En el caso de ella, el sitio actual se considera una nueva “ironía del destino”, pues, luego de haberse estimado que murió en la indigencia y de que fue enterrada de la manera referida, hoy se encuentra en la zona más “aristocrática” del cementerio.

“Aunque sus restos están, al parecer, definitivamente perdidos, como corresponde a un personaje de leyenda, (5) es común observar ante el túmulo flores frescas o artificiales. La piedad popular se identifica y compadece todavía de esta nebulosa mujer».

Se admite que encarnaba ella «las tragedias más comunes de la vida cotidiana: la paternidad no reconocida, la belleza corporal como moneda de cambio, el enfrentamiento cotidiano entre amor y pragmatismo y lo cambiante de la fortuna humana”. (6)

Mas, en cualquier caso, resultan necesarias algunas precisiones:

–              El autor de los versos es absolutamente real: lo demuestra la existencia del epitafio, fuera una u otra la ortografía de su nombre.

–              No está probado que el texto estuviera originalmente en un lugar menos notable. Parece haber cierta coincidencia entre el destino del cuerpo de Ignacio Agramonte y el de ella, fallecidos ambos con unos diez años de diferencia.

–              ¿Por qué un personaje de leyenda? Se trata solo de un registro no establecido y de un cadáver que ya no existe, si bien lo legendario resulta enriquecido por el epitafio.

Sobre Dolores Rondón deben reconocerse más elementos reales que presumibles, aunque los hechos hayan sido acicalados por la tradición.

En ella parecen haber concurrido “grandezas”, “orgullo”, “presunción”, “opulencia” y “poder”, quizás potenciados en el epitafio por el amante rechazado. Pero también muy posibles en la bella mulata, según otros ingredientes aún no referidos.

Una crónica publicada en Puerto Príncipe Cultura (7) asume que “la poesía apareció hacia 1883”, algo que refleja una contradicción evidente, por dos razones: la primera, porque había transcurrido demasiado tiempo desde el fallecimiento y, la segunda, porque el periódico La Luz la había dado a conocer en 1881, lo que presupone que era anterior.

La web cultural agrega que “Estaba escrita con letras negras en una pequeña pieza de cedro pintada de blanco. Una estaca de madera dura la fijaba en la tierra de una tumba. Durante años, cada vez que la tablilla se deterioraba manos anónimas la restauraban”.

Sobre Dolores reitera que cerca de su casa “había una barbería que tenía por dueño a un joven mulato […] nombrado Francisco Juan de Molla [sic] y Escobar, quien estaba locamente enamorado de la joven, la que a cambio le prodigó todo tipo de desplantes, desprecios y repulsas”.

Si bien la leyenda ha opacado las luces y enriquecido las sombras, no parece que la sociedad camagüeyana de su época fuera muy dada a reconocer o a admitir la distinción e, incluso, la existencia de una mulata voluptuosa que, para colmo, murió virtualmente sin identidad reconocida.

Desde luego, era identificable por quien aún la considerara significativa.

El texto de Puerto Príncipe Cultura admite que “los historiadores han encontrado la existencia real de una parda, [de nombre] María Dolores Aguilera, hija natural, por lo que también aparece como Dolores Rondón”; que “nació en 1811” y “murió de tisis en 1863, soltera y sin descendencia”, a lo que añade finalmente que “fue enterrada de limosna”.

Al respecto el Sitio Oficial de la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey explica (8) que “Hacia 1863, el barbero, quien atendía en el Hospital de Mujeres a las enfermas de una epidemia de viruelas, descubrió allí a Dolores Rondón, moribunda, desfigurada, pobre y olvidada por todos. Poco después, sobre la fosa común donde fue enterrada apareció una tabla con el epitafio:

“Aquí Dolores Rondón/ finalizó su carrera/ ven mortal y considera/ las grandezas cuales son/ el orgullo y presunción/ la opulencia y el poder,/ todo llega a fenecer,/ pues sólo se inmortaliza/ el mal que se economiza/ y el bien que se pueda hacer.”

La mulata camagüeyana que descorrió sus cerrojos ante algún conquistador hispano, luego de haber ignorado los requiebros de un compatriota mestizo, resulta  protagonista de unos versos que trasmiten, perpetuada, la lección ejemplar y postrera de su vida y de su muerte.

Mas una pregunta ronda: ¿por qué Nicolás Guillén no la mencionó nunca?

 

(1) Nicolás Guillén: Páginas vueltas (Memorias), Ediciones Unión (UNEAC), La Habana, 1982, p. 22.

(2) Nicolás Guillén: Sóngoro consongo, Prólogo, Obra poética, tomo I, ed. Letras Cubanas, La Habana, 2011, p. 92.

(3) Texto publicado en la web de la Oficina del Historiador de la ciudad de Camagüey: http://www.ohcamaguey.cu

(4) Ídem.

(5) Ídem.

(6) Ídem.

(7) Cultura Camagüey: Sitio de la cultura en la ciudad de Camagüey: http://www.camaguey.pprincipe.cult.cu/leyenda-dolores-rondon

(8) Sitio Oficial, Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey: Leyendas del Camagüey, (http://www.ohcamaguey.cu/index.php/es/lect/tradley/170-leyendas-del-camagueey.html)

 

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