Por Rita María Cambara Castillo, estudiante de Periodismo
Nunca imaginé que llegara este día. En mí no se había despertado el interés de tomar una antorcha encendida y desfilar como lo hicieron hace 62 años los jóvenes del Centenario. Estuve en la escalinata de la Universidad de La Habana como joven, estudiante y cubana. Desde una posición privilegiada pude admirar el monte de llamas de un modo majestuoso, eran brazas que ardían en nombre de un hombre y de una nación.
A los héroes se les brinda honor recordándolos a lo largo de la historia; por ellos entonar nuestro himno e izar las banderas. En L y San Lázaro fluyeron muchos sentimientos: estaban los de lejos, los que tributaban a Martí por primera vez, las glorias, los grandes, el futuro.
La piel se me crispó cuando vivencié tanta energía. La melodía de la banda emanaba libertad, esa que solo se siente cuando pisamos el suelo consagrado con la sangre y el sacrificio de miles de mujeres y hombres que lucharon por causas justas; por esos que tal vez no me escuchen damos cada día un poquito de fe a lo que somos y hacia donde vamos.
Quizás muchos de los que hoy dieron su luz no sintieron el verdadero propósito de marchar, pero eso no hace que este 27 de enero sea diferente al de 1953, cuando los universitarios tomaron las calles para honrar a un pensador e incorporar así un elemento más a nuestra identidad nacional. Más de medio siglo después andamos también para decir que seguiremos, que somos fuertes y que la juventud está dispuesta a mantener la llama encendida, para continuar con los logros y respetar a la Revolución. Marchar hasta la Fragua Martiana no es una ceremonia casual, es tributo a la paz, al reencuentro, a la Patria. Es un año más para afirmar que nuestras convicciones si son reales.