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El sindicalismo en Cuba: de los gremios a los sindicatos

El movimiento obrero organizado en Cuba data del siglo XIX, cuando se iniciaron las primeras organizaciones de carácter gremial. Inserto en la sociedad colonial, esas primeras formas organizativas estuvieron sometidas a la influencia de las corrientes ideológicas y conceptuales emanadas de España, en lo fundamental. Se trataba de una clase obrera muy débil numéricamente, dado el escaso desarrollo industrial y agrícola del país cuyos sectores fundamentales se encontraban en la industria tabacalera y la azucarera aunque en el último caso el nivel organizativo fue más tardío en relación con los obreros del tabaco. Por otra parte, el desarrollo de aquellas primeras formas organizadas corrió paralelo a los combates por la independencia y la creación del Estado nacional, de manera que no siempre las luchas sociales se imbricaron con el problema nacional, en lo cual tuvo especial influencia el origen peninsular de una gran parte de la masa obrera y el predominio del apoliticismo debido al anarquismo y el reformismo.

Con el fin del dominio colonial español se abrió un período diferente: la expectativa de la posible independencia, el retorno de los emigrados –muchos de los cuales eran obreros convertidos en el “ejército de auxiliares” al decir de Martí– y, al mismo tiempo, la influencia de las formas del movimiento obrero organizado en Estados Unidos, la persistencia de la presencia española en su seno y la pervivencia de los problemas sociales agravados por la recién terminada guerra, provocaron la reorganización de los obreros en la nueva circunstancia, al igual que el resto de las formas asociativas en Cuba. Así, surgió el primer intento de una organización obrera nacional en 1899, la Liga Nacional de los Trabajadores Cubanos, una organización que intentaba representar a los trabajadores de Cuba y de la emigración, surgida bajo la advocación de Martí, que buscaba vincular los objetivos de independencia y justicia social. Esta organización no pudo sobrevivir a los primeros años de la República, no había condiciones para ello.

El establecimiento del Estado nacional cubano el 20 de mayo de 1902 plantearía nuevos retos: Cuba tenía una Constitución que recogía los principios liberales de libertad de asociación y reunión, lo que facilitaba la organización de los distintos sectores de la sociedad, entre ellos la clase obrera; pero tenía el peligro siempre presente de la intervención norteamericana, legalizada por la Enmienda Platt que se había adicionado como apéndice a la Constitución, lo que inhibía las agitaciones sociales sin llegar a eliminarlas. En estas circunstancias desfavorables, la organización obrera crecía bajo el concepto del gremialismo aún en sectores con tradición como el tabacalero, donde los trabajadores de una misma industria se dividían en gremios de despalilladoras, fileteadores, torcedores, etc.

Las luchas sociales, cuyas demandas se centraban en temas como la jornada laboral de 8 horas, las oportunidades de trabajo para los cubanos discriminados frente a los extranjeros –especialmente españoles–, la prohibición del pago en vales o fichas, jornal mínimo y otras, además de las pugnas políticas entre liberales y conservadores, propiciaron el inicio de una legislación social durante el gobierno liberal de José Miguel Gómez expresada en la conocida como Ley Arteaga, aprobada en 1909, que prohibía el pago de jornales en vales o fichas;[1] la Ley del cierre obligatorio a las seis de la tarde en los establecimientos de comercio y talleres urbanos, aunque los sábados y domingos tenían otra regulación y se exceptuaban establecimientos como hoteles, oficinas de periódicos, etc. y la Ley del jornal mínimo de los obreros del Estado, la provincia y el municipio señalado en 1.25 diarios, ambas de 1910. Aunque estas leyes no resolvían el conjunto de los problemas sociales, abrían la perspectiva de alguna protección a los trabajadores.[2] Por otra parte, hay que valorar que las luchas obreras a través de los gremios había impactado lo suficiente como para determinar la adopción de tales medidas, más allá de su sistemático incumplimiento.

En los años de la Primera Guerra Mundial el gobierno conservador de Mario García Menocal tuvo que combinar la represión con la promulgación de algunas leyes como la de accidentes de trabajo en 1916, la modificación de la ley del cierre obligatorio en 1918 que incorporaba nuevas demandas de los trabajadores del sector, la declaración del 1º de mayo como fiesta nacional y otras menores. A pesar de su debilidad, el movimiento obrero organizado de forma muy primaria aún, lograba imponer algunas medidas a los grupos de poder que debían mantener un espacio de consenso.

No es hasta la década de los años 20 que se inicia la modernización dentro del movimiento obrero organizado, reflejado en el paso paulatino a la forma sindical. Con la presencia de diversas tendencias en su seno, anarquistas, reformistas, socialistas de distintos matices, se había sostenido la lucha por demandas económicas. En sus formas de asociacionismo se superaba el gremialismo para llegar a formas más modernas de organización. En 1914 se había celebrado un Congreso obrero, que le llamaron nacional, con coauspicio del gobierno de Menocal; sin embargo es en 1920 cuando se realiza el que se ha reconocido históricamente como el primer congreso nacional obrero. Aunque el apoliticismo fue predominante como consecuencia de la fuerza del anarquismo, de este congreso emanó la iniciativa de crear una central sindical que agrupara a todos. De ahí se derivó la fundación de la Federación Obrera de La Habana en 1921 y los trabajos que culminarían en los congresos nacionales obreros de 1925 en Cienfuegos y en Camagüey, fundándose en el último la Confederación Nacional Obrera de Cuba (CNOC). Desde la perspectiva organizativa se había dado un paso fundamental, aunque faltaba todavía agrupar a todos los obreros en la nueva organización y alcanzar formas superiores de lucha, pero se habían creado condiciones para ello. Por otra parte, había fuerzas vinculadas al movimiento obrero que iban avanzando y madurando, es el caso de los grupos marxistas, con la labor pionera de Carlos Baliño en un proceso que llevaría a la fundación del primer Partido Comunista de Cuba en 1925.

El movimiento obrero entraba en una fase organizativa que lo ponía en mejores condiciones para su participación organizada, junto a otras fuerzas y sectores sociales, en el proceso revolucionario de los años 30. La quiebra del poder político oligárquico en 1933 abrió el camino al gobierno provisional presidido por Ramón Grau San Martín, que tomó algunas medidas como la jornada laboral de 8 horas, protección por enfermedades de trabajo, regulación de los jornales a los trabajadores cañeros, rebaja de las tarifas de electricidad y gas y obligatoriedad de tener un mínimo del 50% de trabajadores nativos en todos los centros laborales, entre otras. Las dos últimas medidas señaladas provocaron fuertes contradicciones. También se creó la Secretaría del Trabajo y un Reglamento sobre la Organización Sindical que fue muy debatido por considerarlo de “sindicalización forzosa”.[3]

El cierre del ciclo revolucionario permitió la recuperación de la hegemonía por parte de los grupos oligárquicos; sin embargo tenían que asumir los cambios que se habían producido: se imponían las reformas al sistema para sostenerlo, para lo cual había que tomar en cuenta el protagonismo de los nuevos actores históricos presentes en la política, entre ellos el movimiento obrero organizado. No se podía borrar el proceso revolucionario de los años 30.

[1] Esta era una práctica muy extendida en los centrales azucareros, donde la ficha o vale solo tenía valor en la tienda del central. A pesar de la Ley Arteaga, la práctica permaneció hasta 1959.

[2] Los textos de estas leyes pueden verse en Hortensia Pichardo: Documentos para la Historia de Cuba. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1969, T II, pp. 328 a 333.

[3] El texto de muchos de estos decretos puede verse en Pichardo: Ob. cit., Tomo IV, primera parte. Para un análisis más pormenorizado puede verse la obra de Lionel Soto: La Revolución del 33. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1977, Tomo III y Francisca López Civeira: Cuba entre la Reforma y la Revolución 1925-1935. Editorial Félix Varela, La Habana, 2007.

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