Por: Frank Padrón
Aunque la familia, y dentro de ella los más jóvenes parecen ser los grandes protagonistas en esta 36 edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, los mayores no están en absoluto relegados: más de un título los tienen como personajes principales o muy importantes.
Ahí está digamos, Mr. Kaplan. Hacer comedia con un tema tan serio como los judíos, los campos de concentración y la II Guerra Mundial, es algo bien difícil, pero cuando se logra los resultados entusiasman a muchos; ya lo demostró el italiano Benigni con La vida es bella y ahora lo intenta el director uruguayo radicado en España Álvaro Bretchner (Mal día para pescar, su debut en el cine recibió más de 30 premios internacionales) mediante su segundo largometraje (Mr. Kaplan), seleccionada por la academia fílmica de Uruguay para representar este país ante los Premios Oscar.
Es la historia de un anciano de origen hebreo que busca asegurarse la posteridad cazando a un nazi fugitivo. Si Jacobo Kaplan va a lograr su objetivo es un misterio que develará el filme y que yo no cometeré la indiscreción de revelar, pero sí de confirmarles el ingenio y la imaginación de que goza la escritura, trasladada de muy buen tino a la pantalla; en ese avatar de un Sherlock Holmes con su infaltable Watson (aquí llamado Wilson, sin duda afincado en la parodia) no solo nos divertiremos mucho sino que afirmaremos junto con el director que los prejuicios pequeñosburgueses de la familia contemporánea no son menores que los que rigen cualquier empresa, por ejemplo, esa de obsesionarse con una idea sin suficientes elementos.
Exquisito diseño de personajes (no solo el protagonista y su secuaz sino los singulares miembros de ambas familias), ritmo ágil, admirable uso de la ironía y los guiños —con aquella invalorable escena sobre el encuentro definitivo que remeda los duelos en los westerns—, notable empleo de los recursos técnicos así como actuaciones convincentes, significan para Mr. Kaplan —obtenga o no algún coral— otro punto en el desarrollo del cine uruguayo.
También un anciano protagoniza Tierra en la lengua, de Colombia, como una suerte de Doña Bárbara en masculino.
Con guión y dirección de Rubén Mendoza, el filme se ubica en una gran finca cuyo propietario, un ser despótico, patriarcal y machista, aquejado por una dolencia al parecer terminal pero aún rebelde y con fuerzas para dirigir… y destruir, pide a dos de sus nietos que lo maten pues quiere concluir sus días en manos de alguien que lleve su propia sangre. Mas en ese tiempo de carretera, ellos (una hermosa joven y su hermano, trovador desaliñado) descubren el pasado del abuelo y se dan cuenta de que matarlo es un premio: hay que prolongar su agonía todo lo posible, como hizo él con ellos.
El filme resulta elocuente en cuanto a mostrar el contacto entre dos mundos antagónicos: la libertad, los aires modernos, la cosmovisión diferente y superior de la vida que portan los nietos contra el universo cerrado y dictatorial del abuelo; sin embargo, no hay enfoques maniqueos: estamos ante seres humanos, quienes, de ambas partes, muestran virtudes y defectos; aun el viejo con toda su monstruosidad, detenta rasgos que nos lo hacen simpático.
Junto al esmerado diseño de personajes aparece la campiña como uno más: esa fuerza de la naturaleza que constituye el abuelo todavía peleador en su lecho de muerte parece una prolongación de la tierra latinoamericana, hermosa y a la vez bravía. La fotografía inteligente de Juan Carlos Gil demuestra en toda su variedad de matices, recovecos y contrastes, con el río como otro actor que mueve los hilos dramáticos.
Una partitura no menos rica de Edson Velandia contribuye a fijar la atmósfera de colisiones que se da desde el principio, en una historia donde la violencia explícita aparece plenamente justificada dramáticamente. Jairo Salcedo —ese Don Bárbaro— encabeza un elenco que lleva a buen puerto sus roles.