Por: Frank Padrón
En el pueblo donde viven, se ve muy mal por Carmen, la progenitora enferma y dependiente de la hija (el esposo ha fallecido), que esta tenga una amiga abiertamente lesbiana (Sandra) quien es todo lo contrario a Cristina: una mujer desprejuiciada, libre, que además frecuenta un casino, considerado un foco pecaminoso y molesto por Carmen y sus amigas; la anciana es manipuladora, chantajea espiritualmente a Cristina, trata de controlarla en todo y en el colmo de la injusticia y la homofobia llega a ponerse de parte de un hombre que intenta violar a Sandra.
El filme ofrece un inteligente diseño de personajes, que a la vez entronca notablemente con el tema: nada ni nadie, ni siquiera los seres más cercanos y queridos, deben impedirnos la realización personal; la decisión de la protagonista que marca el desenlace puede resultar tremendista y desmedida, incluso inconsecuente con su personalidad: hasta ahora esclava que parece amar su cadena, o al menos no tener fuerza para librarse de ella, y seguir entregando con amor a quien solo le paga con egoísmo y tiranía, pero no olvidemos que a veces los grandes saltos conllevan gestos de semejante y sorpresivo tamaño, y es lo que hace Cristina cuando se da cuenta de que solo así podrá reinventarse y encontrar su esencia.
La madre del cordero, pese a la deliberada lentitud de su tempo, atrapa de principio a fin gracias a la fuerza de sus caracteres y del relato en el que se imbrican, sin olvidar las actuaciones sobresalientes de María Olga Matte, Shenda Román y Patricia Velazco.