Por Frank Padrón
La edición 36 del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano que comienza el próximo día 4 —y se extiende hasta el 14 de diciembre en todo el país—, vitrina de una amplia programación que como siempre, nos permite asomarnos a lo que se hace hoy mismo en América Latina y mucho más allá, revela el retorno de un sujeto que otrora protagonizó muchos filmes pero hace tiempo había venido un poco a menos: el obrero, y por extensión, el campesino, el negro, el indio: tres ámbitos esenciales que abordó Martí en su imprescindible ensayo Nuestra América y que nunca debieran faltar en la pantalla regional.
Alegra, entonces, la simple recuperación para nuestro cine, lo cual no significa que todos los abordajes arrojen obras estéticamente cristalizadas.
El regreso (Venezuela, 2013), dirigida por Patricia Ortega, focaliza una comunidad indígena en una zona costera arrasada por unos malhechores, quienes propiciaron una terrible masacre que prácticamente exterminó de raíz a sus miembros; Shuliwala, una niña de tan solo 10 años, logra huir hasta una ciudad fronteriza y vaga por sus calles prometiéndose regresar un día a su hogar frente al mar.
Basada en hechos reales, se trata de la primera película zuliana que se realiza en este milenio, y tuvo como escenario la misma bahía Portete de la Alta Guajira Colombiana. Narrada con suma crudeza y realismo, El regreso muestra elementos de la cultura wayuu, sus costumbres, sus modos de vida y su lenguaje indígena, que en gran medida ocupa los diálogos del filme.
Destacan también la fotografía explícita en contrastar la belleza silvestre del lugar con la angustia citadina adonde huye la protagonista, y la actuación de Daniela González encarnándola, junto a otros compañeros de reparto, no profesionales (Sofía Espinoza, Laureano Olivares, Jessica González…).
Salvo algún que otro elemento melodramático —como la muñequita “sobreviviente”— es un filme que ostenta una indiscutible dignidad, tanto por su postura reivindicativa de las culturas primigenias como por el propio decoro artístico que ha logrado su plasmación en pantalla.
Menos suerte corre Los ausentes, del mexicano Nicolás Pereda que en este caso pone su punto de mira en un campesino decidido a recuperar una propiedad usurpada por un extranjero, intento fallido que lo lanza a un viaje de recuerdos y añoranzas, el cual termina siendo un encuentro consigo mismo en el pasado.
Como ya demostró en una obra anterior (Verano de Goliat), Pereda es un director que se regodea excesivamente en la planimetría con un sentido esteticista que lo convierte en un artista exquisito; en realidad, su trabajo con la cámara, la fotografía, los encuadres, etc., es impecable, pero ello le afecta mucho la narración y el ritmo, y por tanto, la comunicación con el espectador, exasperado ante la lentitud insufrible del relato.
La nueva obra, Los ausentes, no escapa a ello, todo lo contrario: que el plano de unas vacas paciendo en pleno campo dure casi 10 minutos o que un juego de cartas se demore también más allá de lo soportable sin aportar nada esencial a la trama, es un desperdicio de tiempo y celuloide, además de un traspié al propio enfoque del tema. De modo que lo que pudo ser un sólido estudio de caracteres y ambientes, de indagación en la identidad y la esencia, sucumbe ante el tedio.