Almeida advirtió una curiosa coincidencia histórica: el asalto al Moncada ocurrió un domingo, al igual que la salida de sus protagonistas del presidio por la amnistía, la partida del Granma del puerto mexicano de Tuxpan y la llegada de la expedición a Cuba.
“Nuestras vidas en los grandes hechos está signada por este día de la semana”, escribió. La secuencia, sin embargo, estaba determinada por un factor que no tenía nada de casual: la voluntad de alcanzar lo que parecía imposible.
Insólito resultó para la dictadura que Fidel Castro hubiera podido organizar y entrenar a un contingente de hombres en el más absoluto secreto y conducirlo desde la capital al otro extremo del país sin ser descubierto para reanudar la lucha armada, nada menos que proponiéndose tomar la segunda fortaleza militar del régimen.
Casi quimérico era pensar lo que ocurrió después: que tras la masacre de que fueron objeto los asaltantes y el juicio que llevó a la cárcel a la mayoría de los sobrevivientes, el pueblo emprendiera un movimiento por su liberación tan poderoso que obligó a la tiranía a abrirles las rejas de la prisión.
Inaudito era pensar que aquellos hombres diezmados y marcados por el asesinato de sus compañeros, persistieran en su empeño y partieran no a un exilio derrotado sino a preparar una invasión armada guiados por un programa liberador escrito por Fidel en la soledad de su celda, que circuló clandestinamente de mano en mano, con las transformaciones requeridas por la sociedad cubana para construir la república martiana con todos y para el bien de todos.
Increíble fue para la tiranía que fracasaran sus planes de asesinar a Fidel en México para privar al Movimiento de su líder; que los futuros expedicionarios pudieran librarse de la prisión a través de las gestiones del ex presidente mexicano Lázaro Cárdenas; que a pesar de la escasez de fondos, las casas de seguridad ocupadas, y la requisa de gran parte de las armas, un contingente de 82 hombres apiñados en un frágil yatecito y en medio del mal tiempo fuera capaz de emprender una travesía riesgosa para hacer lo que nunca hacían los políticos cubanos de la época: cumplir la promesa hecha al pueblo de que en 1956 serían libres o serían mártires.
Imposible era para los expedicionarios prever que causas inesperadas impidieran la coincidencia del desembarco con el plan cuidadosamente concebido en su apoyo. Desde la radio del Granma conocieron del levantamiento de Santiago de Cuba ejecutado magistralmente bajo la dirección de Frank País. La noticia lejos de desalentarlos los llenó de emoción y no melló su ánimo, todo lo contrario, creció la ansiedad por llegar.
Aquel domingo 2 de diciembre el yate encalló en el fango. Les correspondió a los futuros libertadores vencer otro gran obstáculo: lo que Raúl Castro calificó en su diario de campaña como la peor ciénaga que jamás había visto: “Más de cuatro horas sin parar apenas, atravesando aquel infierno (…) Me iba encontrando a lo largo del camino, compañeros casi desmayados”.
La perseverancia y la fe en la causa que los había traído a la patria se evidenció en el diálogo de Fidel con el primer campesino que encontraron después de pisar tierra firme: “No tenga miedo, le dijo, yo soy Fidel Castro. Estos hombres y yo venimos a libertar a Cuba”.
Cualquiera que hubiese visto a aquellos revolucionarios maltrechos no hubiese imaginado que ese propósito iba a imponerse a dificultades tan tremendas como el funesto bautismo de fuego en Alegría de Pío que dispersó a los combatientes; la persecución y el asesinato de muchos de ellos; las agotadoras jornadas de marcha de los que lograron escapar con vida, sometidos a cuatro amenazas, como señaló Raúl: los aviones que sobrevolaban la zona hasta el oscurecer, el acoso de los soldados, el hambre y la sed sin contar el cansancio y la falta de sueño, hasta que lograron reagruparse.
Cuentan que el embajador estadounidense en Cuba, Arthur Gardner, al enterarse del desembarco dijo “esos jóvenes están locos” y reiteró con imperial seguridad lo que se había convertido casi en un mito: no se podía hacer una revolución contra el ejército y más si esas fuerzas armadas contaban con el respaldo de los Estados Unidos.
Se equivocó. Los hombres que arribaron con Fidel a Cuba aquel 2 de diciembre y los que se fueron sumando al Ejército Rebelde, nacido en tan desfavorables condiciones, demostraron que eran capaces de alcanzar lo que parecía imposible y materializaron otra curiosa coincidencia histórica: conquistar la victoria en cinco años, cinco meses y cinco días.