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Festival Internacional de Ballet de La Habana: Muchas maneras de bailar (+ Fotos)

Nada que sorprenda: la primera bailarina Viengsay Valdés baila Don Quijote con una gracia y una suficiencia ejemplares. En el espectáculo La magia de la danza compartió escenario con el estadounidense Brooklyn Mack (Washington Ballet), un bailarín de saltos prodigiosos y singular apostura. | Foto: René Pérez Massola
Nada que sorprenda: la primera bailarina Viengsay Valdés baila Don Quijote con una gracia y una suficiencia ejemplares. En el espectáculo La magia de la danza compartió escenario con el estadounidense Brooklyn Mack (Washington Ballet), un bailarín de saltos prodigiosos y singular apostura. | Foto: René Pérez Massola

 

En el XXIV Festival Internacional de La Habana, como ya es habitual en estas citas, hay propuestas para casi todos los públicos. El «balletómano» más conservador, entusiasta de las piruetas y los equilibrios, amante de la gran tradición decimonónica, tiene a su disposición una buena cantidad de funciones con los clásicos de todos los tiempos. El espectador que se rebela ante la convención del clásico, puede disfrutar de las funciones de algunas compañías invitadas, que de alguna manera subvierten el canon (de alguna manera, se entiende: ellas mismas suelen seguir otros cánones perfectamente consolidados). Y para el público abierto a múltiples experiencias (entre el que se cuenta el autor de estas líneas) están además los programas combinados, en los que uno puede encontrar lo mismo un pas de deux a la manera de Petipa que un experimento coreográfico (también hasta cierto punto, no es que el festival sea vitrina de decididas rupturas).

Lo mejor de estas citas, se ha dicho muchas veces, es la conjunción sin traumas de escuelas, de disímiles maneras de asumir la danza. El contraste deviene diálogo, enriquecimiento para todos: bailarines, coreógrafos, críticos y, por supuesto, el gran público, que gracias al festival puede tomarle el pulso a algunas expresiones de la danza contemporánea. Lamentablemente, no estamos en los circuitos habituales de las grandes agrupaciones internacionales, hay que aprovechar estas convocatorias.

La compañía estadounidense Pontus Lidberg, dirigida por el coreógrafo sueco del mismo nombre, presentó en la sala Covarrubias del Teatro Nacional un programa ciertamente hermoso. Llama poderosamente la atención esa capacidad para instaurar una atmósfera, que se sustenta en el diseño de iluminación, la selección musical, el vestuario, algunos recursos escénicos (niebla, lluvia de hojas)… pero que tiene como base la dinámica del movimiento.

Los bailarines son excelentes, siguen sin fisuras una pauta fluida, que aquí y allá fractura la uniformidad de la línea, pero sin traumas, como asumiendo el «accidente» como parte intrínseca del planteamiento.

Algunas de las piezas no parecen tener más pretensiones que la de recrear el peculiar estilo del coreógrafo, pletórico de dinámicas alternancias entre solistas, dúos y cuerpo de baile. Pero en Faune hay algo más, muy evidente: una reescritura inspirada de la celebérrima La siesta de un fauno, que aquí deviene discurso sobre las marcas de identidad, la aprensión ante lo diferente.

Los ciclos de la coreografía (desnudar a uno para vestir a otro, una y muchas veces) encajan perfectamente en el aliento de la magnífica música de Claude Debussy. Las referencias a la coreografía de Nijinsky son más que simple homenaje: plantean puntos de giro, caminos insospechados.

Una pieza bien lograda, redonda.

Bien lograda también El beso, coreografía de Gustavo Ramírez Sansano para el Ballet Hispánico de Nueva York. Fue el cierre de las funciones de esa compañía en el teatro Mella. Con mucho humor, que no desecha cierta vocación sarcástica, los bailarines exploran el sinfín de implicaciones del mero acto de besar, con un trasfondo musical muy sugerente: temas de zarzuelas españolas.

Se trata entonces de asumir buena parte de ese abanico melodramático, tan afín a la sensibilidad de nuestros pueblos, para subvertirlo, dinamitarlo, reinterpretarlo en una sucesión casi frenética —pero equilibrada— de cuadros, que desemboca en una coda pirotécnica.

Es interesante la manera de quebrar la gestualidad de cierta danza sentimental y apasionada, para minarla con elementos de desconcertante actualidad.

En el resto del programa, destacó la vocación de mostrar el legado latino en la cultura de los Estados Unidos, ya sea poniéndole cuerpo y concreción poética a la música y la vida de Celia Cruz (Asuka, coreografía de Eduardo Vilaro) o zambulléndose en las turbulencias y profundidades de la relación de pareja (Sortijas, dueto de Cayetano Soto).

De Annabelle López Ochoa, una coreógrafa ya conocida en Cuba por su montaje de Celeste para nuestro Ballet Nacional, se pudo apreciar Sombrerísimo, pieza inspirada en la obra del pintor belga René Magritte. López Ochoa, claro, no se queda en el referente, y convence con la fuerza de algunas de sus metáforas (ese bailarín que no puede soportar el peso de todos los sombreros de sus compañeros: una imagen que sugiere mucho) y las evoluciones del cuerpo de baile masculino.

Faune, por la compañía Pontus Lidberg Dance. Foto: Yuris Nórido
El beso, creación de Gustavo Ramírez Sansano para el Ballet Hispánico de Nueva York. Foto: Yuris Nórido
Dos bailarines en muy buena forma: María Ricceto y Ciro Tamayo, del Ballet Nacional de Uruguay SODRE. En el pas de deux de El Corsario bailaron con buen gusto y pleno dominio de la técnica. Sin descontar algunas notas de virtuosismo. Foto: Yuris Nórido
Bolero, de Gonzalo Galguera, es una interesante coreografía, sobre todo por el movimiento de los solistas. El Ballet de Camagüey lo asume dignamente, aunque es evidente el desnivel en el cuerpo de baile. Foto: Yuris Nórido
Burnise Silvius y Jonathan Rodrigues (Ballet Joburg, Sudáfrica) en un hermoso pas de deux de Romeo y Julieta, coreografiado por Nicolas Beriosoff. Foto: Yuris Nórido
Asuka, por el Ballet Hispánico de Nueva York. Foto: Yuris Nórido
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