Por: María Caridad Guindo Gutiérrez
Cuando habla de la producción de azúcar, a Inocente Miguel González Domínguez le brillan los ojos, como si se tratara de un muchacho. “Resulta hermoso contemplar cómo se va transformando el guarapo en ese terrón que endulza la leche y tanto nos gusta en las mañanas. ¡Qué sacrificio cuesta obtener el delicioso grano!”.
La afirmación procede de alguien dedicado en cuerpo y alma, durante más de cincuenta años a la agroindustria azucarera en el central Harlem de Bahía Honda. Su padre era mecánico ajustador de máquinas de vapor y de pequeño, al llevarle la merienda, se decía: voy a trabajar aquí. De sus 10 hermanos, cinco varones y cinco hembras, solo a Inocente le fascinó el ajetreo del ingenio.
Pero antes de dedicarse por completo a esa faena, en 1962, con 14 años, ingresó en las filas de las brigadas Conrado Benítez para alfabetizar en las lomas pinareñas, pues tenía habilidades en matemáticas.
“En 1963, ante un llamado de Fidel, todos los jóvenes de 17 o 18 años fueron a pasar una escuela en Cinco Picos para fortalecer el Ejército Rebelde. Así el central quedó vacío. Entonces buscaron adolescentes que conocieran algo sobre el tema y, con la autorización de sus padres, pudieran incorporarse. Aquella representó la oportunidad de mi vida”.
El capataz de la brigada le pidió que confeccionara las listas de los obreros. “Poco a poco fui creciendo, física y profesionalmente, y cambiando de plaza, con el interés de convertirme, algún día, en soldador”.
Terminó la etapa del servicio militar, volvió a ayudar a su padre, mas otras eran sus aspiraciones. Pipo, como también lo conocen, finalmente colaboró en la soldadura, hasta que convocaron a participar en la construcción del central 30 de noviembre.
“Al principio sufrí quemaduras, pero cuando terminé me había perfeccionado en la soldadura de tachos, vasos, tuberías de inyección, hornos y tubos de alta presión. Participé de la ejecución, por eso, quizá, le tengo tanto cariño a ese ingenio”.
Llegaron los 60 e Inocente decidió continuar trabajando con el propósito de acogerse a la nueva ley de retiro y alcanzar medio siglo en la industria, igual que su progenitor.
Cinco meses después regresó tras enterarse que varios soldadores se fueron y había bombas de vacío rotas, ya que él siempre disfrutó recuperar piezas. Ahora renueva el contrato periódicamente y le es posible mantenerse activo.
La familia ocupa un lugar privilegiado en sus resultados, sobre todo su esposa Amelia, quien contribuye a la multiplicación de los éxitos laborales: se encarga de la ropa, de la limpieza de las herramientas.
Ya ostenta en el pecho la medalla de cincuentenario, reconocimiento que se sostiene en sus recomendaciones a los jóvenes. “Al trabajo hay que dedicarse con mucho cariño, con profunda alegría. Me crié en el central y sin él no puedo estar. Cuando decidí retirarme soñaba con mi trabajo y me entristecía mirar las torres, incluso llegué a llorar por los rincones. La industria azucarera representa algo muy grande, igual que mi madre”.