Por Felipa Suárez y María de las Nieves Galá
Próximo a cumplir 90 años de edad, Héctor Canciano Laborí conserva una locuacidad y memoria prodigiosas. Con la caballerosidad de los viejos tiempos, que para él resulta sello distintivo, nos recibió en su apartamento del reparto Camilo Cienfuegos, en La Habana del Este, para desgranar los recuerdos de un acontecimiento que marcó la historia de Cuba y también su vida personal.
“El Moncada fue mi debut como abogado en la defensa, mi primer juicio”, afirmó este artemiseño, militante del Partido Ortodoxo, quien recién graduado como licenciado en Derecho estuvo vinculado con esos sucesos.
Según recuerda, lo acontecido el 26 de julio de 1953 provocó en Artemisa una conmoción social enorme. “Había comentarios por todas partes, la gente averiguaba quién estaba vivo o muerto, y eso llegó hasta la Logia Evolución. Un tabaquero amigo mío, con quien me había fajado hacía algunos años por cuestiones de faldas, fue a verme cuando se enteró que estaba vivo, porque, según él, se había corrido que yo también estaba desaparecido”, manifestó.
Canciano, ¿cuándo es que empiezan a acudir a su bufete los familiares de los artemiseños que participaron en las acciones del 26 de Julio y por qué usted decidió representar a uno de ellos?
Esa fue una decisión sumamente personal. A raíz del asalto al Moncada empezaron a circular los nombres de los jóvenes que habían muerto o desaparecido en las acciones, y muchos de los padres de los sobrevivientes comenzaron a buscar abogados que los representaran.
En esos días yo estaba organizando el bufete, y hasta mí llegaron los padres de Luis Arrastía y de Julito Díaz; familiares de Ciro Redondo y de otros más, que no tenían quién los defendiera ni con qué pagar. Yo no tenía un centavo, incluso me faltaba dinero para completar algunos detalles del bufete.
Mi hermana Belén y Abraham Martínez, quien aspiraba a representante, me ayudaron con dinero para que fuera al juicio. El padre de Marcos Martí se enteró de que yo iba allá y me dijo: “Te voy a dar dinero para que lo saques del país”. Le respondí que no podía aceptárselo, que esperara a que fuera a Santiago.
En el pueblo había muchos otros abogados, pero no quisieron implicarse en lo del Moncada. Me sentí comprometido, porque esos muchachos, muchos de ellos ajefistas —miembros de la Asociación de Jóvenes Esperanza de la Fraternidad— eran amigos míos y sus padres también. Ese fue mi contacto con los moncadistas. En la universidad yo había tenido trato con Fidel, pero no cercano.
Dos hermanos míos eran comunistas muy activos en Artemisa, y por esa razón, según me explicó después José Suárez Blanco (Pepe), no me tuvieron en cuenta para la acción que se organizaba.
¿Qué día llegó a Santiago de Cuba?
El 20 de septiembre. Los comunistas de Artemisa me aconsejaron que me pusiera en contacto con los compañeros del Partido que estaban allí para defender a Juan Marinello y a Lázaro Peña, a fin de que me orientaran, porque yo era nuevo y no conocía a nadie en esa ciudad. Cuando me encontré con ellos me preguntaron si ya había sacado mi certificación para presentarme, porque de no hacerlo no podría asistir al juicio al día siguiente. Les respondí que no y corrí para el Tribunal, hablé con la secretaria, le expliqué. Me dijo que iba a hablar con el doctor Adolfo Nieto, el presidente. Felizmente logré obtener mi certificado.
¿Cómo valora esa primera sesión del juicio, el 21 de septiembre?
Primeramente, percibí un enorme alarde de fuerza: en el exterior había hasta tanquetas y un cordón de guardias vigilando; a la entrada del Tribunal, otra posta, revisando documentos; en los estrados también y atrás del presidente del Tribunal, el capitán Tandrón, sentado en una silla vigilando todos los movimientos. Detrás de los presos había un grupo de soldados. Es decir, la audiencia estaba tomada militarmente.
Cuando estaban interrogando a Fidel, pedí la palabra. Le pregunté que si conocía a Luis Arrastía, mi defendido, y me dijo: “Jamás lo he visto”. Realmente Arrastía no participó porque no lo llevaron, aunque era del grupo, y en consecuencia no fue condenado. Unos días antes había sido arrestado en Artemisa por un incidente con un arma; de todas formas lo detuvieron y lo sometieron a juicio.
El proceso, iniciado el día 21, tuvo varias sesiones. Yo estuve en las dos o tres primeras, porque se me acabó el dinero y viajé a Artemisa. Regresé cuando iban a dar a conocer las sentencias. Fue entonces que salí en defensa de Marino Collazo Cordero, quien durante el ataque había recibido una herida a sedal en la cabeza.
Él me había contado que cuando vio que el coronel Alberto del Río Chaviano mandaba a matar a todo el mundo, se hizo pasar por borracho y se abalanzó sobre él diciéndole: “Coronel, déjeme salir para matar a ese hijo de puta, ¡mire el botellazo que me dio por la cabeza! Yo me estaba divirtiendo aquí, y me ha metido en este lío”. El médico lo salvó, porque Chaviano mandó a que lo reconociera para ver si era verdad. Dijo que sí, y lo soltaron.
Posteriormente lo detuvieron por su relación con los involucrados en las acciones, y citado a declarar, negó haber participado. Cuando a Marino lo sentencian le propusieron 10 años. Recuerdo, como si fuera ahora, que se desplomó porque pensaba que sería absuelto. Fue entonces que le pedí la palabra a Nieto y al serme concedida alegué que el fiscal lo había puesto en libertad, al no tener acusaciones concretas contra él. Nieto, luego de pedir su opinión al fiscal, y también a los demás jueces, mandó a Marino a ponerse de pie y le dijo: “Aceptado el alegato del defensor. Absuelto”.
Realmente yo no era su defensor, pues no había pagado el peso que se requería; y al salir en su defensa violé el código de ética, porque no estaba reconocido para ello. Eso confirma que aquel proceso fue totalmente anómalo, pues nadie, incluido el fiscal, estaba dentro de él.
Del juicio salí muy mal parado, con una cojera. Me la provocó el hecho de que al entrar Fidel, a quien estábamos impacientes por ver llegar, dije: “Ahí viene Fidel”, y un guardia que estaba junto a nosotros se puso tan nervioso que se le cayó el arma y esta me dio un fuerte golpe en un pie. Por otra parte, cuando fui a la tabaquería en la cual trabajaba, a cobrar un dinero que me debían dar por subsidio, me sacaron una foto publicada en Bohemia y me dijeron que ya yo estaba ejerciendo y no podía cobrar nada.
Al retornar de Santiago de Cuba, ¿qué ocurrió?
En la primera sesión de la logia a la que asistí, después de regresar del juicio, hubo un comentario sobre los sucesos del Moncada con el cual no estuve de acuerdo. Cuando terminaron de hablar, expresé: “Miren eso es lo que publica la prensa intervenida, pero yo estuve allí y tengo muchos detalles, muchas cosas que prueban lo contrario, por ejemplo, cómo mataron a Marcos Martí, lo cual me contó precisamente Ciro Redondo: lo asesinaron a quemarropa. Eso y muchas cosas más salieron en el juicio. Fue una cacería”.
Todos callaron. Por supuesto, mi intervención fue espontánea, pues no podía aceptar que dijeran eso, cuando aquellos amigos fueron asesinados.
¿Qué significa para usted el haber comenzado a ejercer como abogado de la defensa en un juicio tan importante que ha sido catalogado como el más trascendental de la historia de Cuba en el siglo XX?
En ese momento solo le di el valor de ser mi estreno, me sentí en cierta forma satisfecho porque mi representado resultó absuelto. Con el paso del tiempo es que me he percatado de la magnitud de aquel hecho, y lo veo por lo que significa para la historia de la humanidad. Entonces mi pensamiento era que un tabaquero, que además estudió por la libre, pudo soltar la chaveta para ejercer como abogado.