A las 6:29 de la tarde, el hombre ignora que su cuerpo está en línea con el alza, la mira y el cañón de una ametralladora MAC 10 parapetada varios metros detrás de su Pontiac. La luz roja del semáforo, a la par que permite una puntería perfecta, impide también la fuga precipitada después de halar el gatillo. Ya los sicarios conocen su rutina. Deciden esperar unos segundos.
Tras el cambio de luz, el automóvil recorre apenas media cuadra. Los perseguidores se acercan lo suficiente como para ver su reflejo en los cristales que en instantes saltarán en pedazos. En la cafetería de enfrente, una mujer se posa un cigarrillo entre los labios mientras comienza a rallar un fósforo. La contracción sutil de un dedo índice lanza los dardos de plomo contra una persona desarmada. Todavía no pueden escucharse los estruendos.
Esa misma mañana, el hombre al que ahora se dirigen los proyectiles visitó una comunidad de emigrados chilenos: un día como ese, pero hacía 7 años, los aviones de propulsión a chorro bombardearon el Palacio de La Moneda con el Presidente adentro. En la misma ciudad neuyorquina, pero 21 años más tarde, otras aeronaves se estrellarían contra los dos rascacielos gemelos más altos de la urbe.
Félix García Rodríguez conduce su Pontiac Grand Safari hacia la muerte. El diplomático cubano ante la ONU, tristemente célebre por ser el primer asesinado en sus funciones en territorio norteamericano, cumplirá el “anhelo” que Rubén Martínez Villena confesara en tono irónico a su esposa Chela, en carta del 17 de septiembre de 1930: “¡Qué bueno, qué dulce debe ser morir asesinado por la burguesía! ¡Se sufre menos, se acaba más pronto, se es útil a la agitación revolucionaria!”
Naturalmente, el poeta de Canción al sainete póstumo expresó la afirmación rendido en la cama de un hospital moscovita con los pulmones deshechos, pero para la vitalidad de García, la postración y la muerte eran simplemente una ficción lejana. A pesar de la ironía sincera de Villena, la muerte en pleno repunte de la vida siempre sabe amarga.
Ya las balas lanzadas contra Félix García golpean la carrocería del auto. Una le atraviesa el hombro, le impacta la base del cráneo, le impone un boleto sin retorno. Luego irrumpe el estruendo del disparo, el descontrol del volante del Pontiac, el choque abrupto contra el Volkswagen azul, la llama inmóvil del fósforo de la mujer, en fin, la huida de la vida. Dentro del automóvil, yace un cuerpo “dormido con los párpados abiertos”. Ahora son las 6:31 de la tarde.