En medio de este sol de verano, cada vez más intenso y abrasador, es como un remanso encontrar los laureles que abundan por la calle 19, en El Vedado, en La Habana. El follaje, curtido por los años, conforma la sombrilla verde que uno quisiera tener a cada paso por la ciudad.
Hace poco, mientras realizaba una visita a unos amigos, cuyo apartamento radica en esta calle, muy cerca de donde está el Centro Cultural Dulce María Loynaz , me tropecé con tres laureles muertos. Una pena inmensa me sobrecogió. La desolación estaba frente a mis ojos. ¿Cómo se habían perdido? Solo quedaban los esqueletos de los que un día fueron frondosos árboles. Al parecer, según me dijo un vecino, alguien poco a poco, y sin ningún rastro de amor, fue secando la savia de aquellos legendarios laureles, que tanto placer han dado durante décadas.
“Rompían la acera”, dijo un hombre, tratando de justificar tamaño desatino. “Nadie tiene derecho a matar un árbol”, le respondí. Y pensé que también habían borrado la poesía que entre ellos se coló, los besos furtivos que algún amante dio, y la historia que guarda cada raíz.