Como parte del esplendor de esos años, la gran burguesía viajaba a Europa, iba de compras a Miami, mientras los colonos que no alcanzaban a tales magnificencias viajaban a la capital o se compraban gramófonos. Pero se producían otros acontecimientos dentro del país.
Como parte de la euforia que se vivía, menudearon los contratos con grandes figuras del arte universal, sobre todo europeos que se alejaban de los escenarios bélicos. Entre los que llegaron a la escena cubana se cuenta el célebre tenor Enrico Caruso, quien en mayo de 1920 actuó con María Barrientos en el Teatro Nacional (hoy García Lorca), al precio de treinta y cinco pesos la luneta. Se dijo que el gran Caruso cobraba diez mil pesos por función, cifra fabulosa para le época, mientras en sus actuaciones en Santa Clara y Cienfuegos el precio de la luneta subió a cincuenta pesos.[1] Alejo Carpentier, en su novela El recurso del método, recreó el hecho del petardo que estalló en el teatro Nacional el 13 de junio, cuando el gran tenor cantaba el segundo acto de “Aída” vestido de Radamés. En la desbandada de público y artistas, Caruso huyó a la calle donde fue arrestado por estar “disfrazado de mujer” fuera de los carnavales. El gran novelista también recreó desde la ficción el ambiente de aquellos días:
Adolfo Bracale, empresario de giras americanas, (…) fue el encargado de poner en el escenario del Teatro Nacional “lo mejor que hubiese en el mundo”… Y así, una buena mañana, el ferrocarril de Puerto Araguato hizo su entrada en la capital trayendo templos antiguos, retortas de alquimista, un cementerio escocés, varias casas japonesas, el Castillo de Elsinor, la terraza de San Ángelo, monasterios, grutas y mazmorras (…). Y, por fin, (…) [un tercer convoy] entró en la Estación Terminal, relumbrante de celebridades que fueron saliendo a los andenes entre fogonazos de magnesio y turbamulta de flores (…) el gran Caruso, ante todo, de chaleco cruzado y diamante en corbata, (…) Titta Rufo, de ceño dramático, robusta figura y rugiente tórax (…) Lucrecia Bori, toda dientes y coloratura (…) Gabriela Bezanzoni, contralto de navaja en la liga, cuya apostura de rica hembra contrastaba brutalmente con la endeblez de pálidas bailarinas norteamericanas que, cargando con sus zapatillas en maletines de hule, descendieron, tras de ella, del carro presidencial (…).[2]
Artistas de moda como Consuelo Mayendía, Esperanza Iris, Arturo Rubinstein, Xavier Cugat y otros arribaron también a la Isla.
Compañías de teatro, zarzuelas, óperas y operetas europeas, “americanas” y cubanas, así como grupos danzarios y solistas actuaban en la capital y hacían giras por otras provincias. Los circos “Santos y Artigas” y “Pubillones” recorrían el país en medio de aquella euforia. En La Habana, Alhambra y Payret eran los escenarios por excelencia del vernáculo donde brillaban Regino López y Arquímides Pous.
Estos años estimularon la presencia del cinematógrafo. En 1914 ya existían en La Habana unos cuarenta cines y en 1919 eran cuarenta y dos. Se estimaba que había unos trescientos en toda la Isla,[3] pero el cambio fundamental radicó en la nacionalidad de las películas que se exhibían, pues en la primera fecha las principales que se estrenaban eran italianas y se aseguraba que el público prefería las europeas, lo que había hecho fracasar una temporada con películas “americanas”. Ese año se habían estrenado 12 películas italianas, una “americana” y tres de otras nacionalidades, además de una cubana (“La manigua o la mujer cubana”). Sin embargo, en 1919 la gran mayoría de las que se exhibieron eran “americanas”. León Primelles menciona cincuenta y un títulos de esa nacionalidad. Las pantallas cubanas mostraban a actores y actrices como Mary Pickford, Charles Chaplin, Douglas Fairbanks, Priscila Dean, Gloria Swanson y Lionel Barrymore, a los que pronto se sumó Rodolfo Valentino.[4] Aunque también se estrenó la película cubana “Los matrimonios Salvavidas”, que recreaba la ola de casamientos que se desató para evadir el servicio militar obligatorio.
En la música se produjo una mayor presencia de los ritmos de origen estadounidense por medio del one step, two steps, fox trot y otros, además de la entrada del formato de jazz band en las orquestas cubanas.
Los automóviles que circulaban por calles y carreteras crecieron en número, así como los teléfonos instalados. Estos aumentaron en 1919, con respecto al año anterior, de 27 331 a 29 840 y en enero de 1920 llegaron a 29 840.[5] Por supuesto, la compañía de teléfonos era estadounidense. En cuanto a los automóviles, en enero de 1919 había en La Habana 7 200 y en julio 10 000, además de 400 tranvías.[6] La marca Ford fue tan conocida que a los carros de alquiler se les llegó a identificar por ese nombre, de modo que habitualmente se decía “voy a coger un ford”, aunque también circulaban otras marcas como Buick y Cadillac. En esos años comenzaban también los vuelos sobre la Isla, aunque aún eran vistos como una gran hazaña, mientras se trabajaba para establecer comunicación telefónica entre Cuba y Estados Unidos, lo que se logró en 1921.
En el deporte, el base ball se había adueñado del gusto y Adolfo Luque por el equipo Almendares y Miguel Ángel (Mike) González por el Habana eran los grandes astros. La fiesta de ese tiempo trajo a La Habana a los “Gigantes” de Nueva York con el célebre Babe Ruth. Los periódicos habían incluido, por tanto, secciones de sports para acompañar estas aficiones, pero la élite practicaba sus deportes en sus clubs, como el yachting, el tennis y otros. También proliferaron los juegos y las apuestas en el Jai-Alai o en el Oriental Park de Marianao, donde se celebraban las carreras de caballos
Crecieron las urbanizaciones en las ciudades y alrededor de los centrales. La expansión azucarera, fundamentalmente en las provincias de Camagüey y Oriente, implicaba la instalación de las grandes industrias con sus zonas de viviendas para los empleados, que se ubicaban a partir de los respectivos rangos. Así, los “bateyes” reproducían en sus construcciones el estilo norteamericano con las correspondientes delimitaciones sociales. En la capital se habían extendido los barrios exclusivos. El Vedado vivía su gran esplendor con sus palacetes, pero comenzaba a ser penetrado por sectores más populares, por lo que la élite comenzó a desplazarse hacia Miramar o, como se le llamaba, la “playa de Marianao”. La arquitectura abandonaba el estilo que había prevalecido durante la colonia para incorporar otras formas y espacios, representativos de los nuevos patrones de vida de la alta burguesía: la vivienda se alejaba de la calle con sus jardines enrejados, el patio central desaparecía y el hall enlazaba a las distintas piezas, se dedicaban espacios para la práctica de sports como el tennis o el basquet ball, además de aparecer en algunos casos la swimming pool. Se incorporaban los espacios para los nuevos modos, que incluían el salón decorado Luis XV o Luis XVI. La alta burguesía “vivía a la americana”, pero usaba perfume francés, mientras el presidente Menocal estrenaba en 1920 el nuevo edificio del Palacio Presidencial.
Según recrea Carpentier en su citada novela:
(…) las gentes se integraban en una enorme feria de birlibirloque, donde todo era trastrueque de valores, inversión de nociones, mutación de apariencias, desvío de caminos, disfraz y metamorfosis –espejismo perpetuo, transformaciones sorpresivas, cosas puestas patas arriba, por vertiginosa operación de un Dinero que cambiaba de cara, peso y valor, de la noche a la mañana, sin salir del bolsillo –valga decir: de la caja de caudales– de su dueño. Todo estaba al revés. Los miserables vivían en Palacios de Fundación, contemporáneos de Orellana y Pizarro –ahora entregados a la mugre y las ratas– mientras los amos moraban en casas ajenas a cualquier tradición indígena, barroca o jesuítica –verdaderas decoraciones de teatro en tonalidades de Medioevos, Renacimientos o Andalucías hollywoodianas, que jamás habían tenido relación con la historia del país, cuando no se remedaban en edificios grandes, los Segundos Imperios del Boulevard Haussmann. (…). Se jugaban fortunas, cada noche, en frontones de pelota vasca y canódromos de lebreles ingleses. Se cenaba en la Villa d´Este o La Troika (…), mientras era solamente en fondas chinas donde servíanse todavía platos tradicionales del país, ahora menospreciados como cosa de alpargata y romance de ciegos (…).[7]
La demanda de azúcar requería, a su vez, de brazos para sembrar y cortar caña, lo que determinó la legalización en 1913 de la importación de braceros, fundamentalmente de países caribeños. La entrada de inmigrantes, para el trabajo en la caña fundamentalmente, fue masiva en los años de la guerra, lo que representaba otra cara de aquella “Danza”.
De acuerdo con los datos que aporta León Primelles, en 1915 entraron a Cuba 32 795 inmigrantes, 80% de los cuales eran varones, de ellos 24 501 eran españoles, 2 453 haitianos, 1 834 jamaicanos y el resto de otras procedencias; en 1917 estas cifras subieron significativamente: el total fue de 57 097, con 34 795 españoles, 10 136 haitianos, 7 889 jamaicanos y 4 277 de otras procedencias. Al año siguiente se mantuvieron similares las cifras de entrada de inmigrantes procedentes de Haití y Jamaica, pero descendieron los de España. En 1919 la inmigración creció notablemente pues el total fue de 80 488, de los cuales eran españoles 39 573, jamaicanos 24 187 y haitianos 10 044, y 5 545 de otras procedencias.[8] Estos inmigrantes eran predominantemente varones.
El censo de 1919 arrojó que Cuba tenía 2 889 004 habitantes, de los cuales el 90,5% de la población económicamente activa eran hombres, pero la tasa bruta de actividad masculina era solo el 56,1%, a pesar de la “Danza”. De quienes tenían trabajo remunerado, el 52,9% lo hacía en la agricultura y solo el 18,8% en la industria. En la totalidad de habitantes registrados, se incluyen 18 539 nacidos en Jamaica, 3 450 en Puerto Rico y 22 620 en las demás islas de las Indias Occidentales, además de otros lugares entre los cuales España mantenía la primacía con 245 644. En la masa total de habitantes mayores de 10 años, había 796 806 analfabetos.[9]
Los datos de la inmigración y del censo evidencian problemas sociales que subyacían y crecían en medio de la bonanza de las Vacas Gordas. La “Danza” no llegaba a todos, pero involucraba a muchos en sus vueltas. Este sería un caldo de cultivo para las luchas sociales que se libraban y que tomarían mayor fuerza en los años inmediatamente posteriores.
Si bien el país mostraba una imagen de riqueza en sus rasgos superficiales, en esos años salieron a la luz obras que mostraban una representación muy distinta de la sociedad cubana, tales como las novelas de Miguel de Carrión, Las Honradas (1918) y Las Impuras (1919) y de Carlos Loveira, Los inmorales (1918) y Generales y doctores (1920) que mostraban la corrupción reinante en el sistema político cubano. En 1917, José Antonio Ramos había escrito su obra de teatro Tembladera que era toda una denuncia de la absorción de la tierra cubana por estadounidenses. La inspiración popular plasmaba la percepción de grupos importantes de la población acerca de la realidad cubana:
La República cubana
tiene un gran inconveniente,
que no es libre, soberana,
ni tampoco independiente.[10]
Por otra parte, ya comenzaban a soplar otros aires. En 1916, José Antonio Ramos publicó el Manual del perfecto fulanista y, en 1917, Rosendo Ruiz compuso el himno obrero “Redención”, mientras Sindo Garay había creado Mujer Bayamesa en 1916. No fue casual que en 1920 se celebrara el primer Congreso Nacional Obrero de Cuba. No todo era el esplendor de la “Danza de los Millones” ni esta “Danza” abarcaba a todos. Se entraba en un momento que anunciaba cambios importantes en la sociedad cubana.
[1] León Primelles: Crónica cubana 1919-1922. T II, Editorial Lex, La Habana, 1957, pp. 279-280 [2] Alejo Carpentier: El recurso del método. Editorial de Arte y Literatura, La Habana, 1974, pp. 218-219 [3] Primelles. Ob. Cit. T I, p. 100 y T II, p. 118 [4] Ibíd., pp. 100 y 119 [5] Ibíd., T II, pp. 82 y 251 [6] Ibíd., p. 84 [7] Carpentier. Ob. Cit. pp. 216-217 [8] Primelles. Ob. Cit. T I, pp. 72, 375 y 483; T II, p. 76 [9] Censo de la República de Cuba, 1919. Maza, Arroyo y Caso C. en C. Impresores, La Habana, s/f [10] Samuel Feijóo: Cuarteta y décima. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980, p. 19