Me avergüenzo cuando encamino mis pasos por La Rampa capitalina, mucho más si el obligado rumbo me lleva desde la calle M hasta J, por 23, quizás el lugar más céntrico, no solo de La Habana, sino de Cuba, la zona de ensueños juveniles, de escapadas furtivas y llenuras inolvidables en el Coppelia de los años 60.
Me niego a aceptar tan insólito cambio en apenas dos cuadras de bullicio insospechado y piropos salidos de la zalamería tremenda de hombres y mujeres de esta isla de encanto; allí me siento en un lugar apesadumbrado, con mataduras como a exprofeso, sin la altanería de antaño y, por demás, a oscuras por falta de un alumbrado que ahorre y, a la vez, haga brillar la vida de un lugar que hoy apenas pugna —sin éxito— por la gloria que lo hizo famoso.
Recuerdo cuando el paseo dominical consistía en irse al atardecer a La Rampa; tiempos en que relucían en sus aceras mosaicos de encumbrados artistas de la plástica, y las personas no tiraban al piso papeles, pomos y cuanta cosa quieran botar.
¡Qué lejos de su mejor aspecto las dos paradas de ómnibus de L a J! ¡Cuánta falta de higiene a la entrada del Banco Metropolitano, la Notaría, y a un costado del cine Yara! ¿Qué hacen cinco contenedores de basura en medio de la calle 23 casi esquina a L? ¿Y cuál será el final de aceras y contenes salidos de reparaciones crueles e indolentes?
¿Por qué ese feo parqueo en esquina tan emblemática como M y 23? ¿Qué dirán los miles de turistas extranjeros que a diario caminan por esta zona? ¿Qué decir entonces del resto de aquella Rampa, otrora centro económico y financiero de la capital?
Parecería que muchos, muchos deseos se confabularon para quitarme mi Rampa, la de muchos cubanos, aunque día a día me vea obligado a recorrer sus cuadras más famosas, y solo para entristecerme con la desidia de los obligados a higienizarla, y con la tolerancia de quienes, amén de responsabilidades y nombramientos, deberían exigir el mejoramiento de una imagen que prácticamente, por sí sola, es sinónimo de criollo cubanismo.