Por Frank Padrón
Boccaccerías habaneras (2013), el más reciente estreno del cine cubano, es otra comedia, pero de esas que trascienden el chiste banal y las frivolidades al uso para frisar un techo más alto. Quizá sería suficiente decir que la obra lleva la firma de Arturo Sotto (La noche de los inocentes) para que ello se explique por sí solo.
Actor —como demuestra el propio filme—, documentalista de recio pulso (Habana abierta, junto a Jorge Perugorría), escritor (Conversaciones junto a Cinecittá), Sotto es, sobre todo, un original realizador de ficciones de las cuales hace también el guion.
Boccaccerías… no es la excepción, y por ese rubro justamente hay que comenzar a ver sus virtudes: premiada en el último festival latinoamericano del patio, el filme es un ejemplo de cómo dialogar con un supratexto ilustre sin dejar de presentar ideas propias, actuales y contextualizadas.
Tan ilustre referente (el Decamerón del italiano Giovanni Boccaccio, toda una catedral literaria del siglo XIV y mucho después) admite frescas inyecciones de cubanidad —o más concretamente, como se anuncia desde el propio título, de “habanidad”— eludiendo lugares comunes y chabacanerías. De hecho, él no necesita basarse en otra obra para que los guiños y alusiones intertextuales pululen en su cine, pero aquí encuentran un terreno aún más propicio; así, el primer cuento, aun cuando sea el único totalmente propio, no deja de remitir mediante su escena final a la lectura fílmica que del clásico novelístico hiciera el también italiano Pier Paolo Pasolini.
Como se conoce, el Decamerón presenta a un grupo de 10 jóvenes que se reúnen en una villa campestre para huir de la peste bubónica que azotó a Florencia en 1348 y evitar recordar los horrores que han dejado atrás, mediante la narración que hace cada uno de cuentos eróticos. Si bien no es necesario remitirse a la fuente para gozar de lo que se ve en el cine, Arturo adapta aquel brillante ejemplo de “cuento(s) dentro del cuento” mediante la convocatoria de un guionista en crisis que busca —y paga— historias ajenas con la idea de filmarlas algún día.
Es así que asistimos a los tres relatos que constituyen la diégesis del largometraje: Los primos, No te lo vas a creer y La historia del tabaco, aunque los enlaces entre ellos arrojan momentos no menos disfrutables. Toda la narración se explaya en un recorrido por una Habana de varios rostros y estilos, pero que suman una misma ciudad con sus peculiares sabores y especificidades, que el director ha logrado con la complicidad absoluta del director de fotografía Alejandro Pérez.
Los dos primeros cuentos atrapan diversidad de tipos, anécdotas e historias contemporáneas donde afloran las penurias de una familia cubana tratando de resolver problemas cotidianos —exacerbados cuando se trata de un esfuerzo mayor: una boda— y las aventuras de unos estafadores por sacarle partido a un baúl robado del circo.
Pero, más allá de las especificidades narrativas, afloran temas mucho más amplios y profundos como la sensualidad del cubano, su sentido del humor, la prostitución y el robo sistemático de quienes pretenden vivir engañando al prójimo.
Tales segmentos, perdonándole algunas frases un tanto artificiosas o ciertos momentos donde se aprecia la “costura” del gag, resultan simpáticos e ingeniosos; sin embargo, cuento exquisito, superior en cuanto a cristalización de motivos dramáticos y estructuración escritural, el tercero: La historia del tabaco, porque además de satirizar eficazmente males tan antiguos como vigentes (el chisme, la calumnia, la envidia, el arribismo…), de diseñar unos sólidos caracteres —trasuntos boccaccianos sí, pero posibles de ubicar aquí y ahora—, e incluso de insistir en ítems que ya venía pulsando, Sotto se sumerge en un tema apasionante: la impostura literaria, el constante “saqueo” intertextual (por fin, ¿legítimo?).
Aun cuando esta vez la narración que él mismo representa en algún momento “repase” superfluamente algunos de esos temas que ha ido focalizando, La historia del… vale por la película toda.
Ni ese ni ningún otro (buen) momento serían nada sin la edición (Andrés Levín) ya que un filme así, hecho sobre una base fragmentaria —aunque continua— demanda riguroso montaje; el vestuario (Vladimir Cuenca), definidor per se, junto a la exquisita dirección de arte (Carlos Urdanivia) o la música sugerente de Alejandro Valera.
Y faltaba más: las actuaciones, que conforman una pléyade de excelentes desempeños, entre veteranos, profesionales y novísimos. No quiero hacer distingos y mencionar si acaso algunos nombres de entre lo más brillante: Mario Guerra, Luis Alberto García, Omar Franco, Raúl Lora, Yarlín Pérez, Patricio Wood, y la revelación de Yudit Castillo ( estos dos últimos del tercer cuento).
Premio de la popularidad en el mencionado certamen del diciembre cubano el pasado 2013, Boccaccerías habaneras bien pudiera serlo también de la crítica, el año que termina.