A diferencia de otros reconocidos escritores de la televisión brasileña, João Emanuel Carneiro no es un hombre de izquierdas… y se nota. Su telenovela Avenida Brasil (Globo, 2012) fue éxito clamoroso en su país, en buena medida porque puso en el centro mismo de la historia a una familia de “nuevos ricos”, gente que fue pobre y que de pronto tiene dinero y puede gastarlo. Es un sector pujante ahora mismo en Brasil. Y lo más importante: es un sector que consume telenovelas.
Está claro que la mayoría de las personas no ve una telenovela para hacer análisis sociológicos. Uno ve un folletín para pasar un buen rato, para entretenerse. Y Avenida Brasil, sobre todo en su recta final, entretiene. No da tregua. Pero más allá de la pirotecnia con que está contada, en esta historia asoma una oreja peluda: el desprecio más o menos evidente del autor por la clase que protagoniza su obra.
No hay aquí identificación con esas personas, ni siquiera una recreación equilibrada. Buena parte de los personajes, incluso los positivos, rozan el mal gusto. Son mal educados, incultos, taimados. Manifiestan un hambre voraz y una necesidad de ascender y aparentar.
Claro que hay nuevos ricos así, pero esta recreación tiende a la caricatura… El hecho de que integrantes de las clases “superiores” también sean ridiculizados, parece pura estrategia para crear empatías con el público.
Pero lo más chocante del panorama, lo que de verdad desnuda el escaso compromiso social del autor (y de todo el sistema empresarial que lo sostiene, por cierto) es la frivolidad con que retrata la pobreza (la extrema pobreza) en que viven algunos de los personajes.
La casa de Lucinda parece concebida por un encumbrado diseñador de interiores, los niños del tiradero tienen muy buenos colores… A uno le cuesta imaginar que allí haya mal olor, suciedad, podredumbre. De una telenovela no hay que esperar miradas agudas y comprometidas con un contexto difícil… pero tampoco parece necesaria esta edulcoración inverosímil. La miseria puede ser bella, parecen decir Carneiro y los realizadores. Quizás, pero es un punto de vista bastante reduccionista.
¿El fin justifica los medios?
¿Hasta qué punto es legítima la venganza? Esa es la gran pregunta de Avenida Brasil. Nina- Rita tiene tantas ansias de justicia que con tal de calmarlas puede caer en los extremos de una villana de folletín. De acuerdo, es un camino interesante: a estas alturas una heroína pura y santa no resulta tan atractiva. Pero quizás faltó un poco de cordura: las peripecias de la falsa criada violentaron la lógica más elemental. Solo una pregunta: ¿qué sostenía la relación de Nina con Max?
Con Carminha pasa otra cosa: dice más de lo que hace. Amenaza, vocifera, enloquece… pero pocas veces da golpes contundentes. Buena parte del tiempo está en jaque. La publicidad la presentó como “una de las grandes villanas de la televisión brasileña”; pero al lado de la Flora de La favorita (otro éxito de Carneiro, por cierto), Carminha es una inocente. También es sugestivo matizar a una villana, pero cuesta justificar el impasse que causó en la novela por su incapacidad de reaccionar.
De cualquier forma, hay que reconocerlo: Carneiro es un escritor hábil e inteligente. Y esta telenovela opera en varios niveles: el espectador menos exigente se conformará con los altibajos de la trama; el más incisivo, comprenderá singulares alusiones, como ese reparador de juguetes, que evoca un personaje de E. T. A. Hoffmann.
Algunos espectadores protestarán por el tufillo reaccionario del entramado, pero otros ni siquiera lo notarán… ¡y tan felices!
En lo que sí seguramente estarán todos de acuerdo es en la contundencia de la puesta en pantalla, el carisma del elenco, la excelencia de la fotografía y la ambientación…
Pero eso, francamente, ya es norma en la producción dramatizada de la televisora Globo. No hace falta gastar más cuartillas.