Aunque el ministro de Relaciones Exteriores iraquí, Hoshyar Zebari, solicitó oficialmente a Washington lanzar ataques aéreos contra los yihadistas, el presidente Barack Obama afirma que las fuerzas armadas de Estados Unidos no intervendrán en el conflicto.
Entre tanto, el jefe del Estado Mayor Conjunto de EE.UU., general Martin Dempsey, atribuyó la crisis iraquí a la actitud del Gobierno del primer ministro Nouri al Maliki, por haber perdido el control de amplias zonas frente a la insurgencia extremista, y la canciller alemana, Angela Merkel, subrayó, por su parte, la “especial responsabilidad” que tiene Estados Unidos en ese país.
La situación en Irak es calificada por analistas de sumamente peligrosa para su seguridad y estabilidad. Pululan los atentados terroristas, las masacres, sabotajes y ejecuciones extrajudiciales, con un saldo de centenares de víctimas, actos que sin duda forman parte del trágico legado de la invasión norteamericana y la guerra que le fue impuesta en marzo del año 2003 por la coalición imperialista, ávida de petróleo y de establecer su presencia militar y hegemonía política en el Oriente Medio.
Las tropas invasoras que salieron de Irak en octubre del 2011, dejaron tras de sí no una sociedad de “paz, libertad y democracia verdadera” como anunció entonces el Gobierno de Estados Unidos para justificar su ilegal ocupación; sino una nación devastada, dividida, empobrecida, sumida en una guerra civil étnica y confesional, un gobierno sin mayoritario soporte popular e incapaz de lograr hasta hoy la unidad, la reconciliación nacional y la reconstrucción económica del antes floreciente país de las Mil y una noches.
Conforme a sus intereses, Washington lanzó sobre Irak, no solo las bombas de uranio empobrecido, sino también una política divisionista y exacerbadora de las confrontaciones religiosas entre chiitas, sunnitas y kurdos, que hasta su agresión armada habían tenido una cierta estabilidad y convivencia bajo el régimen de Saddam Hussein.
Los entonces iniciales propósitos de dividir el país en tres provincias donde se asentarán de forma autónomas estas étnias: sunnitas al sur, chiitas al centro y kurdos al norte, sin la existencia de un gobierno central, toma ahora cuerpo nuevamente en los planes estadounidenses, israelíes, turcos y de la reacción árabe, frustrados ante la imposibilidad de lograr, mediante la subversión y el empleo de miles de mercenarios, derrocar en Siria al Gobierno del presidente Bachar Al Assad.
Si bien la violencia entre las diversas facciones musulmanas comenzó a generarse durante la ocupación del país, esta alcanzó en Irak categoría de guerra civil tras la evacuación norteamericana y la instalación de un gobierno de preeminencia chiita, aliado de Washington, pero que también sostiene estrechas relaciones con Irán.
Tanto la minoría sunnita —que mantuvo una posición privilegiada durante el Gobierno de Saddam Hussein—, como los chiítas y los kurdos, que disfrutaron de una determinada autonomía y son cercanos al régimen turco, preconizan la autonomía de sus regiones, hecho que resulta grato a Occidente y sus aliados, porque supondría un avance para sus proyectos contra Siria e Irán.
A todo este fenómeno que hoy caotiza a Irak, se suma el antecedente de que a estas disímiles facciones, en algunos casos creadas de manera artificial, se les impuso hace mucho tiempo la obligación de convivir juntos y cohabitar un territorio común y a formar parte de una nación de la que no se sentían partícipes.
Los actuales combates entre las tropas gubernamentales y las milicias islamistas se centran ahora en torno a la refinería de Baiji, que como otros centros de producción del estratégico combustible, han ocupado los insurgentes, pues el petróleo también forma parte sustancial del conflicto.
Vísperas del Ramadán, el mes sagrado de los musulmanes, que convoca a la paz, la concordia, la fraternidad y la solidaridad humana, las llamas de la guerra vuelven a expandirse por Irak.