Un alcohólico maltrataba a su esposa e hija en cada crisis; la embriaguez se convirtió en adicción y las golpizas fueron más frecuentes. Entonces Rosita, que solo tenía ocho años, decidió no quitarse los zapatos. Una mañana, tras el despertar de un día sin beber, el padre vio que la niña dormía con zapatos. Indagó por aquella extrañeza y ella le respondió: “Los tengo siempre puestos para poder correr cuando tu empiezas a golpearnos”. Arrodillado, lloró ante la pequeña y buscó ayuda. Años después, encontró a su médico a la entrada de un cine, fue a saludarlo, y le dijo: “Profe, ya Rosita no duerme con los zapaticos puestos”.
A otro le dio por vender los objetos de valor que había en su casa; cuando ya no le quedaba nada, corrió a la cama de su hija asmática, sobre la cual estaba extendida la colcha antialérgica que le habían mandado del exterior; en el instante, la niña exclamó: “¡Ay papito lindo, mi colchita no!” En un golpe de cordura, el padre supo que estaba enfermo, juró no beber más y solicitó asistencia médica.
Confesiones como estas se escuchan a diario durante las sesiones de terapia grupal que realiza un equipo de profesionales de la sala Rogelio Paredes, del Hospital Psiquiátrico de La Habana, con adictos que han asumido estar enfermos y recurren a la medicina para la rehabilitación.
La droga que me mata
Esas historias se emparentan con la de Samuel*, un joven de 29 años que ha estado varias veces ingresado dadas sus recaídas. “Yo empecé a consumir marihuana a los 12 años, en el barrio Los Sitios, de Centro Habana, después del fallecimiento de mi madre. Mi padre me descubrió y le juré que iba a salir de aquello, pero a los 17 murió él también y deshice la promesa.
“Me quedé solo. Me prepararon un negocio para ‘empezar a jugar’ (vender drogas); a los tres o cuatro meses ya estaba consumiendo. Comencé por la marihuana, luego fue el crack o la piedra (mezcla de cocaína con bicarbonato de sodio), la cual provoca un placer sublime que dura muy poco.
“Varias veces vendí todo lo que había en mi hogar, porque entre rehabilitación y rehabilitación la he vuelto a amueblar; paraba por un tiempo, hasta que lo convertí en ‘clave’ (casa de consumo). El placer artificial te lleva a cosas inimaginables; en épocas de crisis me he quedado sin ropas, sin zapatos, sin bañarme, sin comer. Cuando viene el deseo te quedas sin herramientas para combatirlo, te debilitas, te confundes.
“Por suerte, una tía mía buscó a una doctora de salud mental y fui atendido. He perdido muchas cosas, no solo las materiales, también a un matrimonio de 10 años, a mis amigos, a la familia. Lo peor es la pérdida de la confianza; la confianza en mí mismo y la que sienten los demás. Cuando comienzo a rehabilitarme sufro mucho, me queda un trauma por la duda de que nunca más confíen en mí”.
La suerte de José Luis Barroso, de 58 años, no es muy diferente. Desde los 18 se inició en el consumo de una mezcla de alcohol y leche condensada, que con el tiempo se convirtió en adicción, aunque cambiara la calidad del líquido que ingería. “Yo pensaba que era un bebedor social, pero empezaba por un trago y me tomaba el contenido de una botella; a veces no era suficiente.
“Hablaba de más, maltrataba a las mujeres, perdí el apetito, padecí insomnios, sentía náuseas, alucinaciones; descuidé mi higiene, mi hogar y mis deberes sociales; tenía la piel cuarteada, orinaba de color ladrillo, y aún me queda inflamación en el hígado. No supe aprovechar las posibilidades que había en este hospital, cuando fui jefe de su lavandería, de donde me sacaron y estoy pensando en volver.
“En el 2013 me sentí enfermo; ingresé en el hospital Manuel Fajardo, y luego vine a esta sala; en una ocasión le dije al doctor Ricardo González, el profesor que trabaja aquí, que yo era un descarado, y él me respondió que no, que era un enfermo.
“El alcohol es un imán que me llama; vivo solo, pero a un hombre siempre le hace falta una mujer, tengo la convicción de que me voy a rehabilitar, ingresaré en los grupos de autoayuda que hay en la comunidad. La conciencia y la valentía son las creencias que he adquirido durante este tratamiento”.
A Eduardo Hernández Rojas, de 45 años, la toxicomanía lo atrapó a los 13, cuando sin distinguir entre pastillas, marihuana y alcohol se entregó a placeres artificiales que lo llevaron hasta delinquir. Hoy es otro de los pacientes que acoge la sala Paredes, y de donde tiene la convicción de salir rehabilitado, porque “no me quiero morir ahora, después que he sabido que sí se puede salir de las drogas”.
La rehabilitación es posible
La doctora Zilma Diago Alfes, especialista de primer grado en Medicina General Integral y en Psiquiatría, explicó a Trabajadores que las adicciones o toxicomanía son una enfermedad crónica no transmisible, que no se cura pero bajo tratamiento los pacientes se rehabilitan y pueden permanecer largos períodos de abstinencia.
La sala tiene capacidad para 53 hombres con edades que oscilan entre los 19 y 59 años, quienes ingresan remitidos desde el Centro de Salud Mental o de otros hospitales donde existen esos servicios, esencialmente porque fracasa el tratamiento ambulatorio, tienen asociada una patología psiquiátrica (patología dual) y ambas están descompensadas; cuando no tienen una red de apoyo familiar o social fuerte o por recaídas.
“El servicio funciona como una comunidad terapéutica, donde actúan dos equipos: el de los pacientes y el de los profesionales de la Salud (psicólogos, psiquiatras, enfermeras, trabajadores sociales y un clínico, entre otros) con el objetivo de fomentar la espiritualidad, promover cambios de estilos de vida, saber ponerse en el lugar del otro, apreciar como propias las necesidades de los demás y facilitar el bienestar común”.
Esta comunidad fue fundada en 1976, por el profesor Ricardo González, quien aún labora en la sala, y le da continuidad la doctora Gina Galán Beiro, explicó la especialista.
Argumentó que el tratamiento de rehabilitación está programado para 45 días; el paciente sale de pase por primera vez a los 28 y despúes de recibir el alta, se le propone incorporarse a los grupos de autoayuda.
La sala Rogelio Paredes, para el tratamiento de las diferentes adicciones, es de referencia nacional, y hasta allí los pacientes llegan en muy mal estado físico y psicológico después de muchas pérdidas, la comunidad los rechaza, tienen baja la autoestima, así como descuido de sus hábitos higiénicos y estéticos, detalló la doctora Zilma.
Entre las características de estos enfermos también se encuentran —comentó— un marcado grado de ansiedad, irritabilidad, insomnio, pesadillas, pérdida del apetito, de los intereses y de la memoria, sobre todo de la más reciente; y fracasadas relaciones humanas.
“Después del tratamiento salen realmente restablecidos y un 20 % de ellos no tiene recaídas”.
Este es el único centro del país donde se realiza el implante de cápsulas de disulfirán —se colocan de forma subcutánea en un área cercana al ombligo— por dos años, que se complementa con la administración del medicamento del mismo nombre. Para este tratamiento contra el alcoholismo, informó la doctora, se exige el consentimiento del paciente, dada las posibles complicaciones que se le atribuyen y van desde la erupción en la piel hasta la muerte cuando continúan el consumo de bebidas alcohólicas.
El doctor Alejandro Saavedra, director del Hospital Psiquiátrico de La Habana, explicó que existe una red nacional para la atención a los pacientes con adicciones que va desde la atención primaria de salud hasta la terciaria (esta institución), para tratar de atender a todos los afectados.
Tal y como dijo uno de los pacientes durante la terapia, este servicio revitaliza la espiritualidad que bajo el consumo del alcohol o de otra droga se empaña y trata de devolver hombres útiles a la sociedad y la familia.
*Samuel es un nombre ficticio, la historia es verdadera.