Estuve hoy a las 8 a.m. en la puerta de un establecimiento. Imaginé que algunos empleados ya estarían en sus funciones correspondientes a esa hora o un poquito después. Sin embargo, a las 9 no había llegado ninguno, ni siquiera el jefe de mayor responsabilidad. Me tocó regresar sin realizar gestión alguna.
¿Es un hecho casual? ¿Resulta una rara excepción? No lo creo. Quienes así actúan —y permiten que se actúe— están permeados por la indisciplina laboral que corroe como el óxido, penetra en los colectivos y lo desajusta todo, hasta la moral de quienes deben exigir o tienen el deber de cumplir lo establecido.
Y resulta baladí el intento de justificación: “Para qué tanta puntualidad, si lo que pagan no me alcanza ni para la mitad del mes”. Nada tiene que ver una cosa con la otra. El salario es un asunto y la disciplina laboral, otro, relacionado directamente con el cumplimiento de los reglamentos y normativas y con la actitud estricta y a la vez respetuosa de jefes y subordinados.
Vayamos un poco atrás y comprobemos que no siempre —como en ocasiones pensamos—se eliminan los problemas con resoluciones. En el año 2006 fueron aprobadas las 187 y 188 que disponen rigurosidad y disciplina en el cumplimiento del horario laboral y establecen reglamentos disciplinarios internos.
En aquellos días —recordemos— se ejecutó una ofensiva que en ocasiones tuvo hasta acciones extremas. No pocas disposiciones corrieron horarios o establecieron otros en los servicios a la población para no entorpecer el aprovechamiento de la jornada de trabajo. Pero como nos sucede en demasía, el poco “fijador” propició que se pasara con rapidez de la acometida a la tolerancia.
Actualmente, en la mayoría de los territorios, para recibir un servicio o una atención imprescindible y realizar cualquier trámite hay que abandonar el puesto de trabajo o no asistir al centro ese día, porque los lugares donde los brindan laboran desde las 8 o las 9 de la mañana y “hasta las 5 y pa’más nadie”, y en no pocos, a las 4 y media o antes ya están cerrando.
Al comentarle el tema a una dirigente con amplia experiencia en el movimiento sindical hizo, entre otros, un análisis que resulta elocuente: “Hay entidades en las cuales a los trabajadores les exigen que entren puntualmente y terminen justo a la hora establecida, como debe ser, pero los jefes no son ejemplo en eso. Llegan a la hora que les parece, salen cada vez que quieren y se ausentan hasta varios días sin justificaciones concretas”.
Me quedé pensando. Tiene razón. Porque uno de los problemas de algunos cuadros mal seleccionados y nombrados es la falta de ejemplaridad y el abuso de las prerrogativas que les propicia el cargo, en detrimento de la disciplina del colectivo en pleno. Resulta algo así como la materialización de un viejo proverbio: “Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”.
Lamentablemente, en la mayoría de esos casos, por tolerancia, falta de combatividad o temor a represalias posteriores, queda siempre tirado un velo de silencio sobre esas actitudes negativas y no se combaten con energía en los consejos de dirección, las asambleas mensuales de afiliados o en otros encuentros en las propias entidades.
Pero el asunto, de manera general, no radica en su esencia en uno u otro hecho o ejemplo con carácter un tanto peculiar, pues de tomarlos en cuenta sumarían cientos que precisarían entonces asumir la indisciplina laboral como un “mal necesario” e incorregible, cuando no resulta así.
Nada sin organización avanza, y mucho menos sin disciplina. Muestra fehaciente de ello, en su mayoría, son los trabajadores no estatales. Es difícil encontrar a alguno que no esté con suficiente tiempo antes del inicio de la jornada en el sitio donde labora o que cierre y se vaya con anterioridad a la hora establecida, a pesar de que en no pocas actividades es bastante tarde en la noche. Y eso no significa que la gestión de los cuentapropistas sea, por un designio divino, más eficiente o que el dinero lo resuelva todo, sino que “al que le duele de verdad”, exige disciplina y también la cumple.
No obstante, lo que es propiedad social, según la definición filosófica marxista, no tiene por qué resultar tan ajeno —como sucede más de lo debido—, y proclive al delito, la corrupción y la indisciplina.
El Comandante Ernesto Che Guevara, a quien recurro en estos comentarios por razones obvias, afirmó en el año 1962: “No consideren a la disciplina como una actitud negativa, es decir, como la sumisión a la dirección administrativa. La disciplina debe ser en esta etapa absolutamente dialéctica, disciplina consiste en acatar las decisiones de la mayoría”.