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Reina María Rodríguez, llegar a un sitio desconocido

por Gerardo Fernández Fe

Frágil por momentos, pero también intensa, sobre todo fiel a lecturas, amigos y desilusiones, la flamante Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, concedido por el gobierno de Chile, hace uso aquí de la confesión, ese don tan suyo…

¿Sorprendida por la decisión del jurado?

Sorprendida. Estaba en College Station, iba para una conferencia en la universidad donde hablaría sobre tres generaciones de poetas cubanos de los años 1980, 1990 y 2000, cuando me llamó la Ministra de Cultura de Chile. Estaba tan nerviosa que no atinaba a recoger las cosas, y como estaba sola en el cuarto del hotel y todo es tan grande en Texas, me sentí pequeña, reducida.

El proceso después fue asimilarla, porque no es solo escribir, coger una ruta, sino pensar en Neruda, en Huidobro, en Parra, como si hubiera llegado a un sitio desconocido donde no me estuvieran esperando, un sitio tan amplio que uno se recoge pensando en todos los poetas que nunca obtuvieron ese premio; hasta que me encontré con los profesores cubanos que me habían invitado y sentí que todos los poetas estaban conmigo.

Luego nos reunimos con Eduardo Espina, poeta uruguayo que tiene una cátedra de poesía allí. En la noche no pude dormir porque quería dedicarle ese momento a todos los poetas, estén donde estén, dentro o fuera de la isla. Ahora voy a olvidar que lo tengo y escribir otro libro a mano, como siempre; voy a pulirlo con “un pañito”, como dice un amigo, para un día merecerlo.

Neruda mismo no deja de ser un poeta complejo, por momentos demasiado exaltado; además de un hombre que arrastró el peso de su ego y de sus posicionamientos…

Es una raza de poetas que creen en el compromiso político y tienen una esperanza que llevan de lo íntimo a lo social, con un gran diapasón, porque creen en la utilidad de la poesía para lograr cambios. Yo vengo de un tiempo de desencanto, en el que hasta escribir poemas de amor era un imposible dentro de una épica que se los tragaba. Vengo de la desconfianza, de la ruptura con todo lo que parecía solemne y monumental, y que no lo ha sido.

Neruda dijo en El miedo: “Todos pican en mi poesía/ con invencibles tenedores/ buscando sin duda una mosca, tengo miedo…” Yo creo en esa insignificante mosca que revolotea dentro del trompo. Neruda no tuvo temor a confesar que tenía miedo; y aun más, cuando dice: “Voy a abrirme y voy a encerrarme con mi más pérfido amigo, Pablo Neruda”.

¿Cuáles serían entonces tus miedos?

Desde muy temprano tuve relación con las pérdidas: perdí a mi padre y luego a mi hermano. La muerte cambió el sentido de un después. La partida de los amigos en diferentes épocas, su desperdigamiento… Son muchos miedos juntos: a la incomprensión, a la intolerancia, a la locura, a no poder renunciar a algo, a ser otra. Miedo a la soledad que trae la vejez.

Siempre he sentido miedo a olvidar, por eso muchas veces no quería viajar, porque nunca comprendí la relatividad. Miedo a ser solo una imagen al pellizcarme; miedo a que la retórica no me deje abrir otra ruta cuando termino un libro, porque al escribir vivo dos veces. Leer y escribir es una de las protecciones más grandes que tengo. Protección es la palabra que necesito; aunque mis hijos ya crecieron, todavía busco protección para los poetas indefensos ante lo real. Pero sé que el miedo me hace resistente cuando menos lo imagino: porque como alguien dijo “mi única obsesión ha sido el miedo”.

¡Siempre he sido pesimista! Me falta humor y cinismo para encarar muchas cosas. Eso me hubiera ayudado, pero ¡donde no hay, no hay! Y a mi lente le faltó risa, entretenimiento, carnaval.

¿Con qué manos sopesas este premio?

Me levanto antes del amanecer a trabajar, tratando de economizar más el tiempo. El premio no es un límite ni un fin, sino algo que me da más conciencia de la ruta que tomé, trastabillando con mis errores. Soy más ahorrativa ¡incluso de metáforas! Y si algo me ha parecido vital es que lejos de todas las buenas y malas intenciones que nos acechan, esté junto a José Kozer, solidificando un puente que construimos hace 20 años, algo que la amistad y la literatura logró, anticipándose a lo que la sociedad no ha podido resolver.

Luego están estas charlas que imparto sobre todos los poetas que tengo alrededor, no solo los que he leído, sino con los que he convivido. De ahí ha nacido Apuntes de un poeta cubano, un libro inédito que recoge desde la colonia hasta los nacidos de los años 1970: Oscar Cruz, José Ramón Sánchez, Jamila Medina…, donde hablo también del gran complejo de culpa de la generación de 1950. Son mis apuntes, el libro de mis lecturas sobre los escritores que han formado parte de mi vida.

¿Qué queda de aquellas tertulias de la Azotea de Reina, de aquella energía que removió algunos de los resortes de la política cultural cubana del momento?

La Azotea es mi casa y está llena de cuadros con fotos de los amigos y de gatos de madera, ¡porque hace años que todos los gatos murieron y la mayoría de los amigos se fueron! Ya nunca más ha sido como cuando llegaban 60 personas y más, y había un recital de Delfín Prats o de Angel Escobar. La Torre de Letras nunca ha sido una sustitución de la Azotea, es otra cosa, aunque siguen allí las lecturas, las charlas.

Y también queda mi intento de escritura, cuyo diálogo con lo conversacional durante los años 1980 fue moviéndose hacia aquellos huecos del lenguaje que el poder dejaba, intentando subvertir el mensaje hacia otro sitio, en aquellos momentos en los que todo era difícil de hallar. Cuando no tenía nada, tenía lenguajes, en plural.

Aquella Azotea fue el lugar donde todos los entrecruzamientos del lenguaje eran posibles como resistencia ante un presente sin espesor.

(Tomado de El Nuevo Herald)

 

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