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Abel: crónica para una presencia eterna

Por: Odette Díaz Fumero, estudiante de Periodismo

Relata el historiador Judas Pacheco que una soleada mañana del mes de septiembre de 1933, cuando aún no se habían apagado los ecos de la algazara popular por la huida humillante de Gerardo machado, un niño entró con paso rápido en su morada y se dirigió precipitadamente hacia el fondo de la casa, donde se refugió entristecido.

Su madre que lo seguía a poca distancia, se le acercó y le dijo con dulzura:

* No importa, Abelito; un año se pasa como quiera. Así tú tienes más tiempo para jugar.

Pocos momentos después con una justificación cualquiera, el pequeño salió a la calle y anduvo sin detenerse.

Era un niño rubio, menudito, de grades ojos azules, y que no había cumplido aún seis años. A simple vista se notaba que estaba triste y trataba de aislarse para rumiar su disgusto.

* Oiga vigilante, lléveme a la escuela, que estoy regado y sin estudiar –le dice al primer policía que encuentra en su camino.

Ante la directora de la escuela pública del barrio, el agente con su protegido de la mano le explica las razones de su presencia.

* Ya él estuvo aquí con su madre y le expliqué a ella que no era posible matricularlo, porque el aula de primer grado está llena –expreso la bondadosa mujer.

Se hizo un silencio de muy pocos segundos, que fue interrumpido por la voz imperiosa del niño…

* Mire, allí hay un cajón y yo puedo sentarme en él.

Ante la insistencia, la directora accedió a inscribirlo, y le destinó por asiento un cajón vacío de leche condensada.

Ese niño, que en el curso de su vida tendría como características fundamentales la perseverancia y la firmeza de sus actuaciones, era Abel Santamaría Cuadrado, que había nacido el 20 de octubre de 1927 en la modesta casa donde residía su familia en el pueblo villareño de Encrucijada.

Aquel espíritu optimista e inclaudicable que describe el historiador no se alteraría a lo largo de su existencia, fecunda y fugaz. Hechos como esta así lo relevan.

En una ocasión, cuando ya comenzaba a vincularse al quehacer revolucionario por el que entregaría su vida, fue detenido y llevado a los calabozos del SIM, de donde salió en libertad pocas horas después, pero su automóvil quedó en poder de la policía hasta el día siguiente. Abel fue con un compañero a buscar el vehículo, y le pidió que esperara afuera. “Si dentro de media hora no salgo, avisa porque es que me han dejado preso”, le indicó.

Transcurrido ese lapso, y cuando su compañero iba ya a comunicar la detención de Abel este salió muy tranquilo y le explicó la causa de su demora.

“Un teniente empezó a darme consejos de que no me metiera en nada y a mí me pareció propicia la ocasión para convencerlo de lo contrario y, chico, la verdad es que casi lo tenía convencido, si hablo un poco más con él creo que puedo ganarlo para la causa”.

Su último acto revolucionario, cuando sabe próxima la muerte, lo revela ante Melba Hernández tal como aquel niño que consiguió su ingreso en la escuela aun cuando no había pupitre para sentarse.

Cuenta la heroína del Moncada que ante la consumación de la derrota militar de aquella acción heroica, Abel la persuade a ella y a su hermana Haydée Santamaría, para que no se inmolen y traten de preservar sus vidas, única posibilidad de denunciar los crímenes que a continuación cometerían con los revolucionarios prisioneros.

“No sabemos la suerte que correrá Fidel. Todos nosotros seremos asesinados. Ustedes tienen que ser muy firmes ahora –insiste. Más importante que yo, más importante que nosotros, es que ustedes vivan, porque para que esto viva, ustedes tienen que vivir, en ustedes es donde hay más posibilidades de salvación, en ustedes: dos mujeres.”

Tal como Abel lo había expresado, así ocurrió; Haydée y Melba pudieron sacar a la luz la denuncia de su propia tortura y muerte; la acusación contenida en el alegato de Fidel y la verdad terrible de las decenas de crímenes cometidos tras los muros del Moncada. Su resolución abrió caminos a la lucha futura y contribuyó también a la salvación de Fidel, a quien Abel reconocía como el líder indiscutible del movimiento y el jefe capaz de conducirlo a la victoria.

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