El 24 de septiembre de 2013 escribí en una esquina de mi cuaderno: “Semana del Autor de Casa de las Américas dedicada a Juan Villoro: planear secuestro”. Afortunadamente no soy de interés para los órganos de inteligencia cubanos; de lo contrario me hubiera resultado bastante difícil explicar el sentido de esa frase. Mientras miles de cubanos se lamentaban por no alcanzar entradas para los conciertos de ese no va más de la lágrima latinoamericana que es Álvaro Torres, para mí la visita de Villoro a La Habana era algo así como el acontecimiento cultural del año. Sé que soy absolutamente injusto pero ser hincha, como él bien sabe, es amar más allá de la lógica.
Cuando la abuela de Juan Villoro era una niña, su mayor placer consistía en distinguir los resplandores de las luces de La Habana en el horizonte yucateco. Casi un siglo más tarde, el mexicano llegó a la ciudad que hacía las delicias de las noches de su abuela. No era este su primer viaje a Cuba. Sin embargo, ahora dejaba de ser un anónimo turista para convertirse en el escritor agasajado por una de las instituciones culturales más importantes del continente.
Pasaron los meses y finalmente el martes 26 de noviembre el autor de Dios es redondo desembarcó en la sala Manuel Galich. A pesar de que no podía sustraerme de sus dotes oratorias intenté construirme un cuadro de Villoro. El hijo de Luis Villoro y Estela Ruiz es un hombre altísimo, atlético, con una calva central que compensa con una barba abundante. Tiene una voz algo delgada que no se corresponde exactamente con su físico pero que prefigura al tipo sensible que es. Es, para decirlo rápido, un hombre de letras inclasificable, que como su metáfora del ornitorrinco pudiera ser otros cinco animales de letras que no es y lo convierten en Juan Villoro. Hay muchos Juan Villoro; yo, por ejemplo, solo conozco al cronista y al ensayista, pero sé que hay también un Villoro novelista, uno escritor de obras de teatro, y hace poco descubrí que hay hasta un Villoro autor de libros para niños.
Tras su charla inicial, pactamos vernos un par de días más tarde para conversar. Mi idea era organizar un pequeño homenaje junto a algunos amigos que perseguimos al cronista; pero al ver que su tiempo en La Habana estaba repleto de citas y encuentros con escritores amigos me decidí por conseguir una modesta entrevista; eso sí, apartada de cualquier tipo de protocolo o posible interrupción externa. No tanto por lo que podría sacarle como por el hedónico placer de sentarme a compartir una cerveza con él, sin importar cuál fuera el pretexto.
Para el secuestro conté con la complicidad de Javier Montenegro, un amigo que además de periodista comparte la pasión por el fútbol que siente mi víctima. El día en cuestión llegamos temprano a Casa de las Américas, donde presenciamosn agudo diálogo entre Arturo Arango y Villoro que hubiera sido perfecto de no ser por ciertos jóvenes filólogos empeñados en malograrlo con una sarta de preguntas ampulosas y aburridas.
Una vez terminado el encuentro en Casa, Javier y yo escoltamos a Juan Villoro hasta el hotel Presidente, donde se hospedaba. Apostados en el lobby del hotel, le dimos un par de minutos, no tantos como para que huyera pero sí los suficientes como para que se cambiara de ropa y bajara con el más reciente ejemplar de la revista Revolución y Cultura, en el que salía publicado un ensayo suyo sobre Italo Calvino.
Con Javier por un lado y yo del otro, subimos a la avenida Línea, en la que intentamos durante veinte minutos detener un taxi hasta El Cocinero, uno de los nuevos bares chic que le han nacido a esta Habana de reformas económicas. Al ver que era inútil comenzamos a deambular por las calles del Vedado, buscando algún sitio cercano en el que refugiarnos del mal tiempo. A pesar de que Javier y yo caminamos rápido, muy rápido, Villoro seguía nuestro paso sin inmutarse. No sé por qué, pero lo interpreté como un buen presagio.
Mientras transitábamos por aquellas aceras, protegiéndonos de un viento extraño e invernal conversamos de las mafias culturales, del Coyoacán de Villoro y Trotski, de la pobreza de acá y de allá, de ferias del libro, de Sergio Pitol, del estado de la selección mexicana y sus perspectivas en el Mundial, y de cómo ese esférico perseguido por 22 hombres es un espectáculo de comunión para los mexicanos. Después de deambular por aquellas calles desembocamos en el Malecón, y refugiados en La Chuchería, un pequeño local para nuevos ricos que el emprendimiento nacional está haciendo visibles, prendimos la grabadora.
Villoro me encantó. Quisiera poder ser uno de esos periodistas que escribe desde el distanciamiento y puede burlarse de las verrugas, del tartamudeo y los disparates de su entrevistado, pero con él fracasé sin remedio. He compartido con buenos conversadores a lo largo de mi vida, pero nunca he disfrutado tanto ceder la palabra. Villoro nos puede gustar más o menos, podemos estar de acuerdo o no con lo que dice, pero, como los buenos griots, difícilmente nos aburra.
Para mí, crecer en el periodismo fue leer a Monsiváis, a Lemebel, a Caparrós, a Villoro. Su crónica es, si tuviéramos que buscarle un símil literario, el Stendhal de La cartuja de Parma. Allí donde Víctor Hugo plantea con visión milimétrica los acontecimientos de la batalla de Waterloo, Stendhal cuenta el enfrentamiento bélico desde la azorada visión de Fabricio del Dongo, que nunca tiene del todo claro qué sucede; Fabricio es el detalle desconcertante que vislumbra pinceladas de los hechos de un acontecimiento que para la historia de Europa fue decisivo, pero para el común mortal que lo vivió no pasó de ser un caótico suceso. Ahí, en ese sujeto con una historia inmerso en la Historia, estaría el cronista Villoro. El mismo Villoro que con una chamarrita y un pulóver con la palabra Guatemala se disculpó por no poder dedicarnos más tiempo y brindó con nosotros como si fuéramos cuates de toda la vida.
Lo que aquí sigue no le hace justicia a la conversación. Lo mejor quedó fuera, salpicado por las olas, por la sal omnipresente en el pedazo de tierra robado al mar.
Rafael González: En la charla del día 26 de noviembre comentaste sobre tu novela Arrecife, en la que cuentas acerca de cómo un amigo ayuda a recordar al protagonista y cómo se van desdibujando las fronteras entre el recuerdo propio y la construcción inducida del recuerdo. Algo de esto está en tu crónica “Si lo recuerdas no lo viviste”, sobre la música rock como memoria artificial. A partir de esas ideas, ¿cómo valoras la función del cronista como posible constructor de las memorias futuras? ¿Hay alguna responsabilidad extra, no ya con la verdad inmediata, sino con esa memoria futura?
Juan Villoro: Muchas veces lo que se recuerda de una época es la manera en que fue escrita esa época. Hay una condición notarial en la información, que levanta un acta de lo que sucede, y la crónica contribuye a ese trabajo de ser notarios de lo diario, del acontecer cotidiano. Pienso que toda crónica es una intervención en el futuro, porque las cosas se van a conocer tal y como las contamos ahora, y eso me parece fascinante. La crónica opera en un intersticio entre lo que ya pasó y se está contando, y la forma en que eso va a ser leído desde el porvenir, y ese intersticio es el presente.
R. G: Recientemente Diego Fonseca editó un libro sobre Latinoamérica a cuarenta años del golpe de Estado de Pinochet, y está incluido un autor cubano muy mediático como Leonardo Padura. Hace un par de años, en la compilación de crónica latinoamericana actual que compiló Darío Jaramillo no incluyó a ningún cubano. En los muchos repasos que se hacen del periodismo literario Cuba es una sombra, un ausente. Tal parece que no existe en Cuba periodistas capaces de textos de largo aliento, o al menos estos no tienen espacios de publicación, ni dentro ni fuera del país. ¿Qué pasa que Cuba no se mezcla con estas corrientes de la crónica latinoamericana?
J. V: Creo que Leonardo Padura debería estar en cualquier antología de crónica. Los trabajos que él hizo sobre la salsa me parecen extraordinarios. La tradición cubana de escribir crónica, de José Martí a Leonardo Padura, es muy potente. Las crónicas de La Habana de Alejo Carpentier son extraordinarias, y hay muchos otros ejemplos de grandes cronistas. A mí, por ejemplo, Cabrera Infante me gusta más como cronista que como novelista. Su crónica sobre Virgilio Piñera, o sobre García Lorca viendo llover en La Habana, me gustan más que su narrativa. No entiendo por qué Jaramillo, que es tan informado, no tomó en cuenta cronistas cubanos. Y los hay dentro y fuera de la isla. El mejor libro, en mi opinión, de Eliseo Alberto es Informe contra mí mismo, y es una crónica.
En el caso de Cuba también hay un problema que es el referente ideológico, una especia de lastre que tiene todo autor cubano, al que se le pide que se pronuncie sobre el proceso revolucionario, y las crónicas también se espera que necesariamente sean sobre eso. Sin embargo podemos leer de manera absolutamente disfrutable la vida cotidiana durante el período especial, o la historia de un deportista cubano, o de un pescador cubano. Creo que hay suficientes elementos, lo que a veces nos pasa en el resto de Latinoamérica es que hay una sobreideologización de lo que es Cuba, y se le pide al escritor cubano que necesariamente haga una crónica sobre Fidel.
R. G: Se habla mucho en los últimos tiempos de un boom de la crónica, ¿qué tanto tiene el fenómeno de recurso de autolegitimación y de proceso real? ¿No será bravuconería de la barra brava o estamos ante un auge real?
J. V: Es una muy buena pregunta, porque hoy día es más fácil hacer un congreso sobre crónica, una antología sobre crónica, una mesa redonda sobre crónica, o un premio de crónica, que publicar crónicas. Yo escribo en el periódico Reforma, y nos acaban de recortar el espacio a todos los columnistas, pero no solamente cortaron el espacio para las columnas, sino para los reportajes, para la crónica. Hay un adelgazamiento progresivo de los periódicos y no se ofrecen plataformas paralelas que sustituyan. Por ejemplo, si el periódico se adelgaza pero tiene una revista los domingos donde pueden meterse crónicas, pues no hay tanto problema porque las crónicas van a dar al domingo. Lo interesante es que a medida que los periódicos van desapareciendo, o van adelgazándose, al mismo tiempo es más difícil practicar la crónica y sin embargo se habla cada vez mejor de ella. Es como estos animales que son valiosos porque están amenazados, un ave del paraíso, un quetzal, una especia de ave en extinción que cada vez es más valiosa.
También hay una cuestión ideológica, porque negar la crónica implica hasta cierto punto negar la realidad, y ningún director de periódico, ningún ministro de cultura, ningún editor importante quiere decir «no me interesa la crónica», porque es como decir «no me interesa mi realidad», estarías diciendo que los grandes temas de tu tiempo no te interesan. Así que dicen «¡me fascinan y me interesan mucho!», pero no hay espacio de ejercerla en un sentido masivo. La verdad es que la mayoría de los cronistas hacemos crónica de manera personal; es un trabajo que nos asignamos a nosotros mismos, nadie nos ofrece «te contrato durante dos meses para que sigas a este personaje y escribas de él». Tú lo vas haciendo en tus ratos libres, y ahí queda la crónica, te pagan o no te pagan, y luego resulta que eso era importante.
Y al final eso no está mal, porque a los poetas no se les paga por hacer sonetos sino que ellos encuentran el tiempo para escribir un soneto. No me parece casual que Kapuściński, por ejemplo, haya sido muy apasionada a la poesía, incluso que haya escrito poesía, porque como ella sus crónicas fueron escritas en esos tiempos libres que le dejaban los despachos de prensa para la agencia de noticias polacas. Muchos años después, Kapuściński recordaba los sucesos en clave memorioso, proustiana, y los armaba de otra manera en su tiempo libre. Creo que los cronistas -salvo en USA, Inglaterra y algún otro país- estamos condenados a trabajar así.
Javier Montenegro: ¿Y no cree que el mundo digital proporciona un espacio para que todas estas crónicas puedan albergarse ahí y llegar a un mayor público?
J. V: Ahora hay un prejuicio en el mundo digital de que todo lo que se publica ahí debe ser muy breve, porque la mayoría de la gente lee en pantalla. La lógica del blog, digamos, es cambiar la información dos o tres veces a la semana. Pero para que vean, Martín Caparrós tiene un blog en el que publicó una entrevista de cuarenta y cinco páginas, que era un entrevista a mamut, una entrevista muy importante con Schoklender, que era un tipo que había ayudado a las Madres de la Plaza de Mayo, y al mismo tiempo había asaltado supermercados para ayudarlas, o sea, la causa más noble de Argentina había sido apoyada por un delincuente. Él lo confiesa, y esto llegó a los tribunales, de tan buena que fue la entrevista y de tan impactante que resultó. Caparrós se atrevió a poner aquellas cuarenta y cinco páginas y dijo «no lo lean todo, lean lo que quieran, y ahí está para bajar». Así que efectivamente, no debería ser una limitante, porque en la red lo cuelgas, y si lo quieres imprimir lo imprimes o si lo quieres bajar lo bajas. Creo que nos iremos adecuando cada vez más a estos espacios.
R. G: Noto en ti cierta suspicacia con las nuevas tecnologías, sin embargo gracias a ellas conozco lo que se publica en las revistas de crónica, gracias a ellas puedo contactar con gente del otro lado del mundo y con espacios de vida que sería muy difícil contactar del modo tradicional, gracias a ellas tengo en un e-reader los libros de Murakami y Philiphe Roth que nunca podré comprar porque no se venden en Cuba, por poner algunos ejemplos beneficiosos. Se vive más virtualmente, pero se conecta con saberes y experiencias que de otra forma estarían vedados para muchos. ¿Algo que decir en tu defensa?
J. V: Internet nos permitió a muchos autores circular como no lo habíamos hecho nunca; los que no somos bestsellers mundiales no teníamos posibilidad de distribución en todo el mundo del idioma. De pronto, gracias a internet te puede leer un argentino que está en Alaska y un peruano que está en Austria, y eso es absolutamente fascinante y positivo.
Al mismo tiempo eso está sujeto a todo tipo de abusos. Se han escrito textos apócrifos de Vargas Llosa, de Phillip Roth, supuestamente firmados por ellos y que están destinados a desprestigiarlos. A mí mismo, por ejemplo, me han difundido textos, cosa que agradezco mucho, pero también me han robado textos.
Recuerdo que quise publicar uno que ya había salido anteriormente en una revista que no tiene impresión digital. Corregí el texto, lo edité y lo quise publicar en una revista. Los redactores se metieron a la red y me dijeron «perdón, pero esto está publicado, y con otro nombre». Un periodista lo había copiado de esa revista y lo había metido en un sitio. Averigüé quién era el autor, y ya había muerto, pero el sitio está en la red, en una posteridad, en un limbo. El autor del blog ya murió, se robó mi texto, que está asociado con su nombre, y yo no pude publicar el mío porque ya está el de él, que me lo robó. Entonces es una situación extrañísima; estamos también ante eso, ante un mundo en donde los derechos de autor se han difuminado.
R. G: Sabemos que eres un amante del rock, así que aquí va una pregunta de música. El rock, y la música de manera general, vive un momento de estancamiento, ni siquiera me atrevo a llamarlo de crisis porque no veo en ningún lado modelos emergentes en los que se vislumbre una salida para el arte. ¿Qué pasa, no hay sentimiento, no hay motivos estéticos y/o sociales para la música?
J. V: Siempre hay buenos músicos en general, siempre hay artistas veteranos y nuevos que están haciendo propuestas singulares. La diferencia está en que no hay en este momento muchos grupos que conecten con una idea de cambio. Es decir, no se ve un grupo como Nirvana que creó toda una corriente como es el grunge, y con la que puedes identificarte; o lo que fue The cure con una estética dark; o en el caso de México cuando surge el rock en nuestro idioma y grupos como Café Tacuba renuevan el panorama, u otros como Molotov que de manera anárquica cambian la realidad.
Lo que está faltando ahora es el cortocircuito no tanto con la creatividad sino el cortocircuito entre los artistas y sus públicos para ofrecer un discurso de transformación. Hay buenos conciertos pero no hay ventanas de cambio, eso es lo que creo está faltando. La gente no va a cambiar de comportamiento por oír un concierto, simplemente va y se entretiene. Por otro lado, hay fenómenos extramusicales como Lady Gaga o Miley Cyrus que me parecen más intentos de escándalo que deseos de transformación, y eso es lo preocupante.
J. M: En sus textos me llama la atención la capacidad de hablar de tantos temas diferentes, ¿a qué atribuye esa capacidad?
J. V: No sé si eso sea bueno, en verdad, porque una cosa terrible es el todólogo, el escritor que se convierte en una especie de profeta de lo que sea, y que le preguntan sobre la reforma fiscal y opina, y le preguntan sobre deporte y opina. Nosotros los mexicanos tuvimos un escritor muy completo que era Carlos Monsiváis, que era un cronista, que al mismo tiempo opinaba de prácticamente todas las zonas de la realidad salvo de fútbol -que es una de las razones por las que yo escribo de fútbol, porque era el pequeño hueco que él dejaba. Monsiváis era como el turista japonés de la crónica: llegaba antes que todo el mundo, tomaba fotos, coleccionaba recuerditos, y ya ponía allí su sello.
Yo a veces tengo miedo de dispersarme demasiado, pero tampoco puedo renunciar a mi naturaleza que es dispersa. Me entusiasmo pronto y me aburro rápido, o sea, que me canso de un tema, y necesito pasar a otro, y esa es mi personalidad. Me interesa escribir de varias cosas, pero evidentemente trato de documentarme; en definitiva no soy más que un cronista, y si te sitúas como cronista tienes por lo menos la capacidad de estar en zonas que no comprendes totalmente. Creo que la crónica es el arte de entender. Tú escribes una crónica no porque ya sabes las cosas sino para averiguarlas, entonces legítimamente puedes hacer crónica sobre muchos temas diversos porque estás tratando de comprenderlos, no los estás juzgando, ni los estás interpretando totalmente.
J. M: A veces viaja por el mundo haciendo sus crónicas. ¿Ud. cree que estar cambiando de ambientes influya de alguna manera en la cuestión de no repetirse?
J. V: Eso creo que depende de cada escritor. Ha habido escritores muy cosmopolitas que nunca han salido de su ciudad, Lezama es el mejor ejemplo. Lezama era una civilización en sí mismo, conocía Oriente mejor que los orientales y conocía el mundo clásico como si hubiera vivido en la Atenas de Pericles, conocía el barroco como si hubiera sido un amigo íntimo de Góngora, era una maravilla de hombre sedentario. Luego hay viajeros que necesitan viajar para pensar en su país; a mí me pasó con la novela El testigo, que la empecé a escribir en México y luego me fui a vivir 3 años a Barcelona. Esa novela, que es la más claramente mexicana de las que he escrito, se alimentó mucho de la nostalgia por mi país. También está el caso de Cabrera Infante, que en sus textos nunca salió de Cuba, o Joyce, que se fue de Dublín para reproducirlo ladrillo a ladrillo. Es curioso, hay escritores que se llevan su país en una mochila y otros que están en su país y llevan el mundo entero en su mochila.
R. G: He descubierto un Villoro narrador, un Villoro cronista, un Villoro ensayista. ¿Cómo llevas todas estas facetas como ser humano y en tu trabajo diario?
Villoro: Uno de los grandes infiernos del escritor es la repetición; hay un momento en el que la fuente se te acaba, y es donde muchísimos artistas y escritores dicen que se están repitiendo, que tocan la misma melodía, que es su estilo pero que ya conocen todo. Quizá una manera para no escribir -como decía André Guide- con el impulso adquirido, de no seguir en lo mismo y evitar la reiteración, es cambiar de género. Si yo escribo un ensayo sobre Italo Calvino, y luego un cuento para niños es muy difícil que el ensayo de Calvino se pase directamente al cuento para niños. Si del cuento de niños paso para una obra de teatro digamos que la distancia me obliga a situarme ante otro desafío y otras tensiones nerviosas. Esto creo que apacigua el fantasma de la repetición.
Por otra parte, como les decía antes, tengo intereses muy dispersos. Me gusta mucho escribir para los niños porque son lectores muy exigentes, por un lado tienen una imaginación muy barroca, muy rica, pero al mismo tiempo muy lógica. Los niños creen en las reglas; no hay nada más serio en el mundo que un niño jugando, que realmente se concentra y sabe que las reglas son las reglas, y las respeta. Entonces, tener un universo desaforado, pero que responde a una lógica -un ejemplo superior, digamos, Alicia en el país de las maravillas– es un logro mayúsculo, y eso me interesa mucho en la literatura infantil.
En la novela estás ante otro desafío, es una larga paciencia, estás buscando un camino que ignoras, estás conviviendo durante años con los personajes, tratando de descubrirlos. La novela es un camino de resistencia, como un barco ballenero con aquellas expediciones que zarpaban y regresaban siete años después; y los personajes que volvían eran totalmente otros.
El artículo para el periódico es una cuestión de adrenalina, de presión extrema. Tienes que cumplir en el espacio correspondiente, con un tiempo correspondiente, con un tema contingente o actual, y el desafío es otro.
Digamos que yo cambio de tensiones nerviosas. Yo tenía un amigo que era corresponsal de guerra, en Centroamérica, y un día le pregunté «¿cómo le haces para soportar la tensión de estar tanto tiempo en Centroamérica cubriendo guerras?» –eran los tiempos de la guerrilla salvadoreña y los contras–.»¿Sabes qué es lo que hago?», me dijo, «yo de pronto cambio de miedos. Salgo de un país en el que le tengo miedo a los contras y me voy a El Salvador, donde le tengo miedo al gobierno, y así sucesivamente». Y lo mismo hago yo, cambio de tensiones, para pasar de un género a otro, porque todos me provocan tensiones, pero de distinto tipo.