Los mundiales de fútbol han tenido siempre sus momentos de este tipo. En la primera edición de 1930 se abría tan indeseada cuenta y el dudoso honor correspondió al mexicano Manuel Rosas, quien en el minuto 51 de juego “hizo historia”.
Hasta hoy, la cita mundialista con más autogoles es la de Francia 1998, cuando seis hombres anidaron el balón en la red equivocada, en tanto los elencos más reincidentes son México, España y Bulgaria, todos con tres dianas en puerta propia.
Sin embargo, uno de los casos más extremos fue el del colombiano Andrés Escobar en 1994, autor del autogol que marcó la diferencia frente a Estados Unidos y mandó a casa a los cafeteros.
Ese 22 de junio, Escobar había firmado, con la pierna derecha, su propia sentencia al intentar sacar fuera un disparo. La imagen de Andrés luego del error es imborrable. Se levantó entonces como un rayo y siguió corriendo por toda la cancha, pero en los ojos del defensor se adivinaba otro hombre, uno que trotaba casi por inercia.
Apenas 10 días más tarde fue baleado en las afueras de una discoteca en Medellín. Eran las cuatro de la madrugada y él solo pedía respeto o algo de comprensión.
Lo cierto es que los hinchas jamás han comprendido los autogoles y han desarrollado el arte de satanizar a sus autores, excomulgándolos del deporte cual pecadores sin salvación. La religión del fútbol no perdona y su más dura hoguera para los herejes no es el olvido, sino la culpa eterna.
Un autogol lo cambia todo, redefine posiciones y pocos son capaces de sobreponerse al devastador desafío de convertirse en el centro de las más despiadadas burlas y viscerales odios. Un autogol, aun si no acarrea graves consecuencias, es siempre una herida fresca en la memoria de los aficionados, dispuestos a abrirla cada vez que fuese necesario.