Por René Camilo García Rivera, estudiante de Periodismo
Está ahí, tímida y oscura junto a las losas frívolas del pasillo sin fin. Parece dormida en el silencio, una burbuja de cristal y concreto aislada tras el éter purificador de la historia; pero aquel día de marzo en que sus paredes vibraron, se estremecieron las callejuelas, los tugurios y los palacios.
De vez en vez, cuando la visito, acerco la frente al vidrio fronterizo entre la historia y el mito, y con la palma de la mano me cubro el lateral del rostro para anular el reflejo cegador del fondo. A veces no veo nada.
Sé que un día, allí, unos ojos relampaguearon vida y una vena roja se enroscó en el cuello del hablante, que a golpe de pistola se abrió la puerta y también que a golpe de pistola la cerraron.
Pero uno camina por ese pasillo mudo y la historia palpita desapercibida. Una placa, a la altura de las rodillas, da fe de los hechos. Hay que agacharse para leerla.
Observo, tímida y oscura, en ese pasillo sinfín del cuarto piso del ICRT, a la antigua cabina de transmisiones de Radio Reloj. Aún veo colgando en el silencio, suspendido en el tiempo y el espacio, el micrófono eterno de José Antonio, esperando, quizás, que nuevamente refuljan los ojos y se enrosquen las venas de su cuello.