Si le preguntáramos a un grupo de dirigentes sindicales cómo conciben la labor de contrapartida, tal vez darían una respuesta similar a la que nos dio recientemente un veterano en esas lides: “Pararse bonito ante la administración”.
Estarían en lo cierto solo en parte, porque habría que analizar en esa interrelación —que en nuestra sociedad no es antagónica—, cuál sería el dirigente sindical más capaz y el administrador más inteligente.
Me atrevo a apropiarme de una reflexión de Lázaro Peña, que en su modo tan directo y comprensible de abordar los asuntos más complejos, expresó en una de las tantas plenarias que presidió, previas al XIII Congreso:
“El dirigente sindical más consciente y capaz, no es el que más contradicciones y líos tiene con su administración, sino el que tiene menos, no porque permita que la administración haga lo que le dé la gana, sino porque sabe actuar para que no pueda hacerlo; del mismo modo que el administrador más inteligente es aquel que menos líos tiene con la sección sindical, porque comprende mejor que solo con la cooperación de los trabajadores puede trabajar”.
En este binomio es fundamental el logro de una armonía constructiva. Ello nada tiene que ver con la subordinación del sindicato a la administración, sino por el contrario, con un sindicato que se haga respetar, que actúe con personalidad propia.
Un sindicato que se respete no puede contemplar pasivamente que los trabajadores reciban sus salarios con atraso, o se apliquen incorrectamente los sistemas de pago, o se pierda materia prima, o no se utilicen los medios de protección requeridos existiendo presupuesto para adquirirlos, entre otras irregularidades, cuyas causas le toca analizar junto con sus afiliados para proponer soluciones y exigirle a la administración que se resuelvan.
El gran desafío de la labor de contrapartida es precisamente lograr que la administración, encargada de llevar adelante en ese lugar las tareas encomendadas por el Estado de todos los trabajadores, cumpla con su misión, y como dijo el propio Lázaro, cuando ella toma conciencia del valor que supone la contribución del sindicato en la solución de los problemas, no la rechaza, sino la considera una valiosísima aportación y así se unen los esfuerzos de todos para cumplir la obra común.
Tal vez lo más complejo en los últimos tiempos ha sido atemperar el papel de contrapartida del sindicato en los colectivos acogidos a nuevas formas de gestión no estatales. Estos se han integrado de forma creciente al panorama laboral cubano y los resultados de su quehacer no son ajenos, por el contrario están íntimamente relacionados con la actualización de nuestro modelo económico.
Como el resto de la masa laboral, sus trabajadores tienen derechos y deberes, y los empleadores son muy exigentes con estos últimos, pero tienen la obligación de respetar a los primeros.
Le toca al sindicato contribuir a que las nuevas formas de gestión tengan éxito, porque ello redunda en beneficio de los trabajadores acogidos a ellas; velar porque deberes y derechos marchen juntos; y que se tomen en cuenta los criterios de los afiliados.
En todos los casos ejercerá en mejores condiciones su papel de contrapartida el sindicalista capacitado, conocedor al dedillo el entorno en que se desenvuelve lo que le permite reclama a la administración por lo mal hecho con pleno conocimiento de causa, vinculado estrechamente con la masa y capaz de canalizar la inteligencia colectiva hacia la solución de las dificultades.
Por ello, la famosa interrogante de Hamlet, protagonista de la obra homónima de William Shakespeare con la que titulamos este comentario, solo tiene una respuesta para el dirigente sindical: la contrapartida es su razón de ser.