Para Javier, David y Carlos Manuel, mis topos
“Santi solo te pide que lo escuches un instante porque sabe bien, eso sí, que un par de canciones después su encanto y su magia son capaces de atraparte, electrizarte y hacer que te enamores de su ángel para siempre”.
Carlos Varela
“mi corazón es un iceberg, mi corazón es un iceberg, mi corazón es un iceberg, mi corazón es un iceberg…”, la frase retumba como un eco inapagable en mi cabeza desde que supe la noticia. No sé por qué entre tantas miles de líneas y armonías suyas me viene esa a la mente. Quizá porque me pongo a pensar si Cuba será consciente de cuanto de amor y música hay en Santiago Feliú. El 15 de febrero íbamos tener la oportunidad de recordarlo con un concierto que daría en la recién estrenada Fábrica de Arte Cubano. Un concierto que no fue.
El más roquero de nuestros trovadores, el más díscolo y auténtico de los topos se fue. Atrás deja una obra sólida, un grupo inclaudicablede fanáticos y un puñado de himnos. Ninguno de estos hablará en pasado de Santi, ninguno caerá en la grosera trampa de mirar su fallecimiento como una ausencia. Y como detesto tanto la liturgia de la muerte prefiero convertir lo que debería ser un obituario en un intento de balada a su vida.
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No hay nadie que toque o escriba como Santi. Quizás porque a fuerza de darlo todo a la música, se convirtió en el dueño de una poética muy original cimentada sobre todo desde su música –zurda, arpegiadamente intrincada, rocanrolera– aunque su lírica –que parece una destilación literaria de esas mismas melodías que compone– ha ido escalando cotos de grandeza con los años.
Un par de anécdotas ilustran la dimensión y precocidad de su obra:
Es 1978. Feliú se presenta a una audición del Movimiento de la Nueva Trova – como quien no quiere la cosa, uno de los miembros del jurado es Pablo Milanés-. Canta dos temas, uno de ellos es Batallas sobre mí, una canción que comienza diciendo “Se le caen los dientes a mi barba/ y solo doy a la luz/ canciones comprometidas:/ texto, música, nada más.” Tenía quince años.
1992. Silvio Rodríguez va a dar su luego mítica serie de conciertos por el norte de Chile. Aparte de los músicos de la banda Afrocuba que lo acompañan, al único artista cubano que lleva consigo es a un melenudo llamado SantiagoFeliú. Pero esta no fue la primera vez. Antes ya Silvio había arrancado con Feliú a dar conciertos en Sudamérica, cuando este era apenas un muchacho de 23 años.
Si eso no les dice nada, pocas cosas lo harán.
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Dice Feliú que la vida es cuanto pasa mientras planificamos, y él difícilmente encaje en esa definición porque vivió intensamente cada segundo que estuvo caminando, tartamudeando, musicando, bebiendo y fumando sobre la tierra. Vago como era podía rumiar un disco por años, pero a esa parsimonia suya debemos que cada proyecto suyo esté cargado de una sensibilidad exquisita, que escoger una favorita entre las suyas sea un desafío permanente.
Cuando llegó al medio siglo de existencia, tuvo necesidad de hacer un recuento de su travesía musical. Y así nació un DVD resultado de un par de conciertos mágicos que ofreciera en el Teatro Nacional de Cuba. Hay algo de místico en el hecho de que hace poco más de un año Santiago Feliú haya grabado ese DVD que resume buena parte de su obra; una de esas clarividencias que la vida pone delante de quienes marca con la muerte aunque ellos aún no lo sepan.
¿Pero es que realmente murió Santiago Feliú? Su vida pertenece por completo al reino del mito, así que permítanme como fanático dudar, sospechar de la historia de esa muerte; cuando menos déjenme un estrecho margen para creer que desapareció entre la gente de esta ciudad, que se perdió disfrazado en el montón de fulanitos y menganitos. Quizá lo encontremos un día cualquiera en un contén del Vedado, susurrando alguna melodía que será canción, con su guitarra al revés y un cigarro gastándose encajado en el mástil.