Lo primero que sentí fue decepción al descubrir que ya Borges se me había adelantado en la salutación de “las calles desganadas del barrio, / casi invisibles de habituales”, decepción que pasó rápido porque prefiero tener que emular con Borges y no con otro poeta de pasillo como yo. Luego me percaté maravillado de que el Borges que escribió ese poema tenía mi edad -claro que tener 23 años a principios del siglo XX equivale por lo menos a diez más de los nuestros-.
De pronto, 90 años después y gracias a mis viajes absolutamente aleatorios por Internet, aparecíamos en una misma fotografía ese muchacho cultísimo, que había tenido su periplo europeo, que ya se había arrimado a los círculos literarios y hasta sacado los colmillos a más de un rival; y yo, un muchacho de lecturas galopantes, con más inquietudes que aciertos, que en contadas ocasiones me he atrevido asomar el hocico en la ciudad letrada y siempre convencido de la niñez de mis textos; hermanados por la pasión por esos trazos que van hacia el Oeste, el Norte y el Sur, que “son también la patria”.