Nadie negaría que son actitudes ajenas por completo a las buenas costumbres y que observamos en un ómnibus, en un establecimiento comercial, en el agromercado, en un centro de salud o cuando alguien de manera agreste se dirige hacia una persona que pudiera ser cualquiera de nosotros mismos.
Sobre la base de conceptos erróneos, algunos consideran que las normas elementales de educación, respeto y urbanidad son cosas del pasado, tal vez risibles o hasta retrógradas.
Así lo ve todo aquel que se dirige a una persona de edad avanzada con frases peyorativas o permanecen anclados en el asiento de un ómnibus mientras una embarazada o una mujer con un niño en sus brazos viaja de pie, entre otros muchos ejemplos.
Por supuesto que no faltan quienes a voz en cuello sostienen un diálogo o una discusión sobre determinado asunto y lanzan un sinnúmero de palabras obscenas para imponer su punto de vista.
¿Y qué decir de los adictos a los altos decibeles en materia de música? No se trata de renunciar a ser alegres, divertidos, espontáneos y efusivos, sino de cultivar las buenas conductas.
Respetar es una acción cuyo espectro es amplio. Va más allá del contexto familiar, pues también está presente en las relaciones entre alumnos y profesores, médicos y pacientes, deportistas y árbitros, autoridades y ciudadanos, jefes y subalternos, así como entre compañeros de trabajo o de estudio.
El respeto es, además, prestar la debida atención a quien nos habla, escuchar el criterio de otra persona tenga o no coincidencia con el nuestro.
La buena acción, la mano siempre dispuesta al gesto solidario y la actitud amable dentro y fuera de nuestros hogares enaltecen al mejoramiento humano.
No son hábitos exclusivos de una época específica, ni mucho menos tienen fecha de vencimiento. Sin lugar a duda, la práctica del respeto tiene una vigencia absoluta para todos los tiempos y validez durante todos los días del año.