por René Camilo García Rivera, estudiante de Periodismo
Ya es casi el final del recorrido y lo tengo frente a mí. Pudiera tocarlo si me decidiera, pero tiemblo y no lo hago. El estremecimiento me paraliza, no es de miedo, sino de amor; o tal vez sí temo, ¿acaso no es el amor un miedo?
Lo cierto es que lo tengo al alcance de mis dedos y nadie está mirando. La guía ofrece explicaciones adelante y yo me quedo atrás, escucho el murmullo sordo de los visitantes y la música confusa de los niños en el patio.
Ya pasé por delante de la trenza, del grillete y de la leontina, y ahora estoy congelado frente al secreter de la oficina de 120 Front Street. Juro que me muero por tocarlo, que no me importa si me regañan o si me exilian para siempre del museo, que me quema el impulso de poner las manos en el mismo lugar que tantas veces las colocó el Apóstol, donde tal vez se durmió en alguna madrugada de trabajo…
No sé bien. Al frente hay un retrato de Pepe. Se ve joven, quizás con la misma edad que hoy tengo yo. Desde cualquier posición que me ponga me mira. Sus ojos inquisitivos me congelan los dedos y me siembran los pies. Otra vez tiemblo, de amor o de miedo; o tal vez de los dos, que son lo mismo. La guía me apura. Yo no hablo. Creo que me quedaré atrás para siempre.
Hermoso trabajo lleno de amor y sentimiento por un joven estudiante. Hasta estos tiempos ha llegado Martí y seguirá sembrando huellas, pues son palpables, llenas de sueño y realidad.
Hoy sus sueños se hacen realidad, la CELAC es uno de ellos.