En Cuba el público les pide a las telenovelas lo básico: peripecias, enredo, estira y encoge… El pulso del amor, la intriga como medio, el triunfo del romance. Pero de las producciones del patio también se espera un acercamiento crítico al contexto social. Es singular, porque no se les reclama eso a las telenovelas extranjeras.
La Cuba de Tierras de fuego (lunes, miércoles, viernes, Cubavisión), más allá de comprensibles estilizaciones y omisiones, sí es Cuba. Muchos de los campesinos que viven en cooperativas como la que aquí recrean, con fincas, animales y sembrados, tienen ollas arroceras, DVD, televisores de muchas pulgadas, muebles bonitos y casas con techo de placa… Los conflictos de los personajes, relacionados con la vida en el campo, con sus retos y posibilidades, también pueden ser los de los agricultores cubanos.
Por supuesto, estamos ante un folletín, hay una evidente —y más que legítima— suspensión de la realidad. Acercamientos más realistas y comprometidos es mejor propiciarlos con otros géneros.
Los que acusan a esta telenovela de ser un trasnochado ejercicio de realismo socialista, solo por el hecho de estar ambientada en una cooperativa, deberían pensar que en esa corriente la trama romántica, en el mejor de los casos, sería secundaria. Importarían más los planes de producción o la lucha del campesino por aportar más a la sociedad. No es el caso. Aquí se habla, obviamente, de trabajo, de proyectos, de problemas en la cooperativa, de conflictos entre los agricultores… pero el eje central —como se espera de una telenovela típica— son los encuentros y desencuentros amorosos de los protagonistas.
Esta es otra de tantas historias soportadas en el esquema shakesperiano de Romeo y Julieta: amor problemático de dos miembros de familias opuestas. Sin grandes arrebatos melodramáticos, sin escenas grandilocuentes, se sigue ese camino.
La puesta en pantalla de Tierras de fuego es uno de los principales logros de la serie. Hacía mucho tiempo que la televisión no fotografiaba con tan buen gusto los exteriores. Hay una paleta de matices bien explotados, hay regodeo en las composiciones. La construcción escenográfica, particularmente de las casas del campo, también está lograda. La musicalización, en sentido general, es también funcional. Y la edición no comete los atropellos a los que nos tienen acostumbrados nuestras teleseries.
¿Cuáles han sido entonces los principales problemas de Tierras de fuego? Primero, la apacibilidad de la narración (que de por sí no es un defecto, pero que en este caso puede llegar a serlo).
No es que a Tierras de fuego le faltaran peripecias, lo que le faltó —sobre todo en los primeros capítulos, no tanto al final de la teleserie— fue sorpresa, “trampas”, agilidad en la exposición. El espectador pudo imaginar desde el principio todo lo que sucedería. El río de acontecimientos fluyó sin grandes accidentes, sin cascadas ni meandros.
Los conflictos están planteados con cierta inocencia, una diafanidad que no llega a singularizar, a provocar, a sugerir… Y la realización no apostó por hacer grandes aportes a lo escrito. Ojo, no es que faltaran puntos de giro, agudizaciones de conflictos, distensiones… es que estuvieron representados con demasiada cautela.
Los mensajes promocionales de la telenovela, francamente, eran más emocionantes que la telenovela misma. En cuanto a actuaciones, la mayoría de los actores están correctos. Pero son notables desempeños inorgánicos, fuera de situación, que muchas veces no tienen que ver con la capacidad del intérprete, sino más bien de una selección desacertada.
Tierras de fuego ha tocado con elegancia y sentido común un tema preferido por la teledramaturgia nacional: la vida del campesino contemporáneo. La visión, de acuerdo, es parcial. La zambullida no es tan profunda. Pero ha sido un buen comienzo.