El Che lo calificó como uno de los más simpáticos y queridos personajes de nuestra guerra revolucionaria, que no tenía ninguna idea política y no parecía ser otra cosa que un muchacho alegre y sano que veía todo aquello como una maravillosa aventura.
En la Sierra Maestra perdió su nombre de Roberto Rodríguez Fernández. Había llegado hasta allí en abril de 1957, con un compañero, totalmente extenuado, desarmado, sin zapatos, y Celia Sánchez le dio el único calzado disponible, unas boticas mexicanas que le iban bien a sus pies, pequeños como su estatura. Por su camisa a cuadros y las botas lo rebautizaron en la tropa como El Vaquerito.
Contó la propia Celia que Fidel no lo quería aceptar y había que ver a aquel muchacho bajito, de pelo rubio y ojos azules, argumentando el porqué debía quedarse en la Sierra, hasta que tan vehemente autodefensa le causó admiración y gracia al Jefe de la Revolución, quien finalmente consintió en que se quedara.
Tras su extraordinaria alegría se ocultaba una historia de necesidades y miseria que lo obligó a la temprana edad de 9 años a repartir leche desde el amanecer, en ocasiones enfrentando ríos crecidos, lo que llenaba de angustia a la madre al pensar que podía ahogarse con el caballo y las cántaras tan pesadas.
Nacido en la finca El Mango, en un lugar conocido como Los Hondones, perteneciente entonces al término municipal de Sancti Spíritus, en Las Villas, a los 11 años se trasladó a Morón, y ya de adulto, Motica, como le llamaron allí, se empleó en un bar, fue dependiente de una tienda de víveres, trabajador de una imprenta y hasta propagandista de una cartomántica, y también se ganó el sustento como vendedor ambulante de todo tipo de artículos que proponía con particular habilidad e ingenio a los potenciales compradores. Así recorrió las más disímiles localidades.
Tras el desembarco del Granma, lo detuvieron sin motivo en Bayamo y lo torturaron. Este hecho fue el catalizador que lo llevó a buscar a los rebeldes, en una marcha fatigosa de casi un mes hasta lograr su objetivo.
Extraordinariamente mentiroso, al decir del Che, este, en una ocasión, mientras escuchaba hablar al Vaquerito sobre sus andanzas en la vida, empezó a hacer cuentas con un lápiz, y al finalizar el relato y preguntarle la edad —tenía entonces poco más de 20 años— resultó que había comenzado a trabajar cinco años antes de nacer.
Esa curiosa personalidad que le hacía mezclar realidad y fantasía no le impidió cumplir eficazmente funciones de mensajero de la guerrilla, después destacarse como soldado y llegar a ser jefe del Pelotón Suicida, con los grados de capitán.
Su arrojo extremo lo convirtió en una figura de leyenda. Cuentan que cuando el Che le asignaba una misión, El Vaquerito siempre utilizaba un dicho muy en boga en aquellos tiempos: “Me la voy a comer”…y se la comía. Solía pelear de pie, y en una ocasión cuando su padre le preguntó que por qué no se cuidaba en el combate, le respondió que una sola bala era la que mataba al hombre en cualquier posición que se pusiera.
A sus compañeros de armas les hablaba de su ilusión de entrar, después del triunfo, en el Campamento Militar de Columbia, de La Habana, encima de un tanque, de estudiar Derecho como Fidel… pero sus sueños no pudieron convertirse en realidad. En la batalla de Santa Clara, un balazo puso fin a su existencia el 30 de diciembre de 1958, un día antes de conquistarse la victoria. Dicen que el Che, ante su muerte exclamó: “Me han matado cien hombres”. Hasta esa altura, la de héroe, se creció aquel joven humilde, jovial, que solo alcanzó a vivir 23 años.