Tras cuatro días de buena música concluyó el pasado 22 de diciembre el 29 Festival Internacional Jazz Plaza. A los espacios habituales del Mella (teatro y jardines) y la Casa de la Cultura de Plaza, se sumaron las salas Maxim Rock, Avenida y Tito Junco, del Bertolt Brecht. Además, el Palacio de la Rumba y el hotel Meliá Cohíba. En todas reinó la improvisación y la entrega, cualidades imprescindibles a una música que para muchos trasciende el sonido y representa un modo de vida.
Entre las figuras extranjeras destacó Arturo O´farrill, compositor, pedagogo y pianista nacido en México. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en Estados Unidos, pero hace unos años se reencontró con sus raíces cubanas —es hijo de Chico O´Farrill, músico cubano que llevó su acervo afro al jazz y con ello cambió los destinos del género— y desde entonces “algo visceral me ató a la isla y me obliga a volver una y otra vez”.
Pero ya no le basta venir y tocar. Ahora se empeña en reconectar los hilos naturales que unen la música de ambos pueblos. Sueña con regresar acompañado por su banda y establecer un puente que sirva de entrenamiento a jóvenes cubanos y norteamericanos: “Podríamos terminar el taller con una presentación en el Festival Internacional de Jazz del 2014. Sería hermoso y esa es la música del futuro”.
“Esa idea parece noble —argumentó en un apartado con la prensa— pero no lo es. Yo creo que si la famosa Carla Bley (compositora, cantante, saxofonista, tecladista y arreglista nacida en California, Estados Unidos, en 1938) me escuchó tocar en un bar cuando solo tenía 19 años y me invitó a tocar en su banda, yo debo hacer lo mismo con otros. Alguien me dio un chance a mí y yo se lo debo a otros. De eso depende la música para que la conversación continúe”.
¿En qué momento descubrió que esa conversación musical entre Cuba y Estados Unidos estaba interrumpida?
Cuando empecé a venir y comprobé que este no era el país que me habían contado. Aquí no hay muchas posibilidades de enriquecerse, algunos músicos ni siquiera pueden viajar, pero trabajaban con amor, talento e inteligencia por el único beneficio de decir con orgullo: yo soy bueno en lo que hago. Un día mi padre me dijo: “Hijo, tienes que ser el mejor músico que puedas, en todos los niveles, artísticos, estéticos, técnicos. Debes “trabajar duro” en tu preparación para que luego puedas “entregarte duro”. Esa ética del trabajo me encanta.
La conversación entre las músicas existe, lo que cambia es el punto de entrada de cada uno. África es lo común, se extendió por el mundo y creó lo que llaman diáspora. Ese es el dialogo cultural que me interesa porque es la forma en que sobrevivimos a la opresión, a la tiranía, a las cosas malas de la vida. El jazz es una música de sobrevivencia que corre como un rio, en ella hallas conexiones como las que existen entre Dizzy Gillespie y los Muñequitos de Matanzas, por ejemplo, pero nunca se repiten y si vas contra la corriente, te puedes ahogar.
Uno de los recuerdos más bonitos de mi vida fue cuando llegué a Guantánamo y vi la tumba francesa. Esa música afrofolclórica con los vestidos coloniales y los bailes típicos es una prueba de cómo la cultura es más poderosa que el tiempo, que la geografía, que la política. En la música no hay tiempo, y los músicos estamos atrapados en ese ámbito.