por Martín Caparrós
El gol es el golazo. Hay muchos factores que hacen que el fútbol sea el deporte que les ganó a todos los demás: parece menos peligroso que otros, requiere menos fuerza física, sus reglas son más claras: lo entienden incluso los que no lo entienden. La pelota puede ir en cualquier dirección, se la puede tocar con todo el cuerpo salvo con la mano y la única regla complicada –el offside– no vale en los partidos informales. Además es realmente democrático: lo puede jugar cualquiera. El gordito va al arco, el grandote más lenteja atrás, el petiso movedizo al medio o a las puntas, el grandote patotero arriba –y así: hay lugar para todos.
Pero nada de esto alcanzaría si no existiera el gol. El gol hace la diferencia. En la mayoría de los deportes los tantos se acumulan, van llegando como un goteo irremediable: 90 en un partido de basket, 30 en uno de rugby, quién sabe en uno de tenis; aparecen todo el tiempo, parte de la rutina. En cambio el gol es lo extraordinario: lo que sucede casi nunca.
El gol es la gran excepción –porque el fútbol es fracaso y más fracaso. Un partido de fútbol es casi como la vida, como querríamos que la vida no fuera: intentos y más intentos, casi siempre fallidos y de pronto, para que no dejemos de intentar, algún logrito. Noventa minutos equivocándonos, fallando, fracasando, sin conseguir el gol, y uno que llega para que nos creamos que es posible y no dejemos de buscarlo. La gran diferencia es que en la vida el gol se agota rápido; en un partido, en cambio, te puede servir para ganarlo. Por eso ese placer, ese estallido; por eso el fútbol es distinto de todo.
Porque el gol es, también, la consagración de un modo de imaginar el mundo, el que nos gustaría: que todo es posible de repente, que no importa el proceso sino ese momento, que uno –su equipo– puede haberse pasado toda la tarde colgado del travesaño y peloteado y que siempre cabe la esperanza del zapatazo salvador, la lotería. En la vida las cosas no se definen, como en el fútbol, en un instante extraordinario. Van pasando de a poco, se extienden en el tiempo, no son como aquel pelotazo del último minuto que termina de sacarte campeón –de una vez, para siempre.
Por todo eso, un gol es una cosa rara. Y lo hace más raro todo lo que se pone en movimiento para conseguirlo, todo lo que sucede o no sucede según si se consigue o no.
Un gol es una cosa rara: una pelota que se mete en una cueva. ¿Alguna vez lo miraron con la distancia de quien no sabe lo que es? ¿Alguna vez se pusieron a pensar en la cantidad de horas de su vida que esos muchachos dedicaron para que ahora ese cuero inflado pase por encima de esa línea de cal? ¿Alguna vez la cantidad de dineros, palabras, esfuerzos, remedios, corruptelas, maniobritas políticas, aviones, autobuses, inteligencias, tonterías, esperanzas, esperas que se pusieron en juego a lo largo de los años para que el cuero inflado?
Un gol es una cosa rara. ¿Alguna vez lo miraron con la distancia de quien no sabe lo que es? ¿Alguna vez pensaron la cantidad de cosas que se definen según si el cuero inflado termina por pasar esa línea de cal, o no la pasa? ¿Alguna vez pensaron los dineros, las palabras, las relaciones de poder, las alegrías y tristezas, las vidas que ese hecho pelotudo va a cambiar?
Un gol es una cosa rara. Y es la meta principal –su nombre ya lo dice– de cada equipo que sale a una cancha de fútbol en 206 países afiliados a la FIFA. Salvo el Barcelona. O, distinto: los equipos de fútbol no disimulan que su meta es el gol, hacen cualquier cosa por hacer un gol, se redimen de cualquier porquería haciendo un gol –salvo el Barcelona.
El Barcelona lleva cinco años haciendo algo que yo nunca le había visto hacer a nadie: juega al fútbol como si hacer goles no fuera su objetivo. Empezó a mostrarlo con un rasgo extraño: una vez en el área contraria, allí donde todos los equipos se desesperan por meterla, el Barcelona seguía tocando la pelota. En ese espacio donde todos cambian radicales su actitud, el Barsa seguía jugando al fútbol: pasando, gambeteando. Y, eventualmente, empujando la pelota para el lado del arco.
Por eso el Barcelona fue distinto de todos. Si algo le dio al fútbol es la idea de que los partidos no se ganan con goles sino con excelencia: con posesión, circulación, jugadas. El Barsa llegaba al gol jugando, como si no quisiera: como si se cayera de maduro. Con ese método hizo, por supuesto, más goles que nadie. Pero contrajo ciertas obligaciones. El otro sábado ganó un partido 4 a 0 y le criticaron que no había tenido suficiente la pelota: que le había faltado posesión. Entonces el martes pasado hizo dos goles en los primeros ocho minutos y después se dedicó a poseer –y poseyó. E hizo un par de goles más, como quien se distrae de su objetivo.
El Barcelona juega como nadie, como si quisiera hacernos creer que los buenos ganan por ser buenos: si haces las cosas bien, hijo mío, la recompensa llegará sin que la busques, sola. Por eso es tan distinto. Por eso es tan inverosímil.
(Tomado de De la Cabeza, blog de Martín Caparrós)