Como venía desde el otro extremo de la ciudad he tenido tiempo de fijarme en la gente hoy. Usualmente cuando voy al trabajo camino apurado, o leo en las guaguas o ando en bicicleta y no me detengo a mirar mi ciudad –mea culpa, lo sé–, pero el viaje era largo y el tráfico de la avenida 51 infernal, así que me entretuve contemplando mansiones impecables y casas semiderrumbadas, estudiantes pasados de hora, tipos del barrio aburridos, trabajadores desesperados con el transporte público, ese caos homogéneo de toda ciudad cuando se levanta.
Si mi mejor amigo no hubiera cumplido años ayer tal vez no me hubiera dado cuenta, pero hoy me fue imposible eludir el amarillo. Era alzar la vista y ver un hormiguero amarillo rumbo a alguna parte, como si se hubiera derramado un bote gigante de pintura por toda mi ciudad. Donde quiera –rejas, tejados, ropas, postes eléctricos, antenas de los autos, vallas de tránsito–, hay un poco de amarillo. Amarillo en los lugares lógicos y en los impensables, amarillo adentro y amarillo afuera. Un amarillo hermoso incluso para quien, como yo, no le suele gustar el amarillo, un amarillo que huele a esperanza, a regreso, a alucinación colectiva. Eso es lo que quería para Cuba un día como hoy. No quería galas, ni marchas, ni encuentros multitudinarios. Quería una explosión de amarillos pequeños, únicos, personales. Eso es lo que nos acerca, como dije en otra parte, a convertir Los Cinco en algo más que un número, lo que nos acerca a convertirlo en un símbolo de la entrega, del desinterés, del amor.
Tomado de: El Microwave
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