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Hijos de héroes

De izquierda a derecha Sergio y Gilda Álvarez Durant. Fotos: Agustín Borrego
De izquierda a derecha Sergio y Gilda Álvarez Durant. Fotos: Agustín Borrego

Por Felipa Suárez y María de las Nieves Galá

Los rostros de Gilda y  Sergio Álvarez Durant no  pueden ocultar el parecido  con Tomás Álvarez Breto, sobre  todo Sergio. Uno lo mira y le parece  que está frente al hombre que el  24 de julio de 1953 salió de Artemisa  rumbo a Santiago de Cuba. Así lo demuestran  las fotos.

“Cuando mi papá fue para el  Moncada mi hermano había acabado  de cumplir tres años, el 4 de mayo, y  yo, el 22 de agosto, llegaba a los seis.  El día que él partió, Sergio estaba enfermo  y no sabía hablar”.

Gilda era muy chiquita, según  cuenta, pero todavía recuerda algunas  cosas de su querido padre. “A  nosotros nos crió la abuela paterna,  Gabina Breto. Parecíamos dos tortolitos  esperando a que papá llegara  del trabajo. Vivíamos en Martí y  calle 9, entonces él se paraba en la  esquina, se agachaba y nos decía:  ‘¿Quién me quiere a mí?’; nos cargaba  a los dos y nos llevaba hasta  la casa”.

Rememora con nitidez pasajes de  Tomás. “Fíjate si fue buen padre, que  llegó a trabajar ¡por una lata de leche  condensada para nosotros! Desde los  nueve años se colocaba un cajón en la  cabeza y se ponía a vender dulces en  la línea del tren.

“Tuvo varios oficios: panadero,  dulcero; incluso laboró en la construcción  de la fábrica de Coca Cola en  Artemisa. Cuando se iba para la misión,  le dijo a mi abuela: ‘Conseguí  otro trabajo en La Habana, y me van  a pagar mejor. Si se me da eso, tú y  mis hijos no van a pasar tantas necesidades’”.

Expresa Gilda que ella era una  niña muy viva y también caprichosa.  “Yo lloraba y lloraba porque  quería una muñeca. Papá se acostó  para que le hiciera cosquillistas en  los pies, a él le gustaba mucho eso, y  me dijo: ‘Te voy a ir a comprar una  muñeca. Mañana yo te traigo una  muñeca’”.

Esas fueron las últimas palabras  que Tomás Breto le expresó  a su hija. “Me acuerdo de eso como  si fuera ahora, pues se me quedó  grabado en la mente”, afirma la  mujer que ya supera los 60 años de  edad.

“Melba Hernández me contó  que cuando fueron a asesinar a mi  padre, él le dijo: Qué te parece, mi  hermana, me van a matar y no supe  más nada de mi hijo que dejé enfermo’.

“Todos los asaltantes del Moncada  eran martianos, y por eso hicieron  que nuestro Apóstol viviera  en el año de su centenario. Mi papá  era del grupo de José Suárez Blanco,  a quien recuerdo con mucho cariño  porque fue muy afectuoso con  nosotros.

“Fíjate si mi padre era humano,  que cuando se hizo silencio en  el hospital, el objetivo sobre el cual  le correspondió actuar, él oyó a un  veterano, que era mulato, decir: ‘Si  yo pudiera ayudar a los muchachos,  me levantara de aquí’. Y cuando llegaron  los guardias él le dijo: ‘Viejo,  usted tiene una forma de ayudarnos,  salve a este muchacho —se  trataba de Ramón Pez Ferro—, para  que pueda contar la verdadera historia  de nosotros’. Y le salvó la vida  a Pez Ferro, de quien dijo que era  su nieto”.

Exigió la foto de su padre  

Acercándose la fecha del asalto al  Moncada, Fidel Castro fue a ver una  de las prácticas de tiro que realizaba  un grupo de revolucionarios artemiseños;  entre ellos estaba Flores  Betancourt Rodríguez. “Entonces él  puso la mano en el hombro a mi papá  y le dijo: ‘Tienes una puntería que  donde yo vaya, tú vas, porque tú eres  un certero tirador’”.

Sonia Betancourt Acosta, hija de Flores Betancourt Rodríguez.

La anécdota es narrada por su  hija Sonia Betancourt Acosta, quien  recuerda que su padre fue uno de los  integrantes del grupo que asaltó la  Posta 3. “Ricardo Santana, el artemiseño  que salvó a Fidel, me contó que  este pidió voluntarios para asaltar esa  posta, y todos dieron un paso al frente,  pero fue él quien los escogió”.

Según expresa, nació dos meses  después de la muerte de su padre.  “Cuando él se fue al Moncada mi  mamá estaba embarazada, tenía siete  meses. Todo lo que de él he visto en  mi vida son imágenes, sé lo que me ha  contado mi familia, y también Santana,  que sí me hacía muchas anécdotas  porque eran compañeros de la misma  célula”.

Sabe de los esfuerzos que tuvo  que hacer para ayudar a sus progenitores.  “Trabajó en la cantera de  Caimito junto a mi abuelo. Dicen  que el capataz y el dueño eran muy  abusadores con los trabajadores, y  un mes no les pagaron. Los obreros  se molestaron, y él les pidió que estuvieran  tranquilos, pues iba a resolver  el problema.

“Se enredó a golpes con el dueño,  en un lugar solitario. Lo llevaron  al tribunal y ahí le prohibieron  utilizar la mano derecha, le expresaron  que si la volvía a emplear en  una bronca, sí iba detenido. No obstante,  el hombre tuvo que pagarles a  los trabajadores.

“Mis abuelos paternos vivían  en Caimito, y un día de julio de 1953  él fue con mi mamá a visitarlos.  Le dijo a mi abuela: ‘Hoy vamos a  matar el cochinito que hay ahí para  el cumpleaños de Luis’, un hermano  suyo. Ella le respondió que no,  que era para agosto. Entonces él  replicó: ‘No, en agosto buscamos  otro’.

“Empezaron los preparativos de  la comelata y la vecina de al lado le  preguntó si prefería que su hijo fuera  hembra o varón. Le respondió que  quería hembra y se iba a llamar Sonia.  Mi mamá, al oírle decir ese nombre,  se puso brava; ella tenía muchos  celos, porque no sabía en lo que él  andaba, y pensaba que podía ser otra  mujer.

“Según me contó mi madre, una  gran parte de su salario, que por cierto  era muy bajo, él lo aportaba para  la causa; incluso, vendió cosas de la  casa, incluidos los anillos de compromiso.

“Mi mamá le daba las quejas a  una hermana de él, y esta un día le  preguntó en qué andaba, que mi madre  estaba muy preocupada y sospechosa,  porque se perdía los domingos.  Él le respondió: ‘Yo soy un hombre serio.  Algún día ella va a saber en qué  estoy yo, pero no es nada malo’.

“El 24 de julio, antes de partir,  le dijo a mi mamá que iba para San  José de las Lajas, a ver si encontraba  trabajo, porque él picaba piedra en  una cantera y ese era un trabajo muy  duro. Después supieron lo del asalto  al cuartel Moncada, mi mamá no  imaginaba nada.

“Cuando dieron los nombres de  los muertos, entre ellos estaba mi padre,  que había caído en combate en  el asalto a la Posta 3. En la máquina  en que mi papá fue para el Moncada,  iban Pedro Marrero, como chofer;  Renato Guitart, José Luis Tasende,  Jesús Montané, Ramiro Valdés y Carmelo  Noa”, rememoró.

Después del triunfo de la Revolución  fue que Sonia supo la verdad  sobre su padre; hasta ese entonces  se la ocultaron, pues la familia materna  la apartó de la de Flores. “A  mi mamá se la llevaron para La Habana,  unas tías mías cuyos esposos  tenían buena posición económica.  Un día me puse a ver una caja de  fotos en mi casa y cogí una de un  hombre y una mujer, pregunté quién  era él. Me la quitaron y no la vi nunca  más.

“Cuando mi abuela paterna y mis  tíos me contaron todo, pude comprenderlo.  Llegué a mi casa exigiendo la  foto de mi papá”.

Para Sonia, su padre ha sido  toda la vida motivo de inspiración  y un ejemplo a seguir. Con regularidad  acude al Mausoleo a los Mártires  de Artemisa, donde reposan los  restos de los combatientes de esta  localidad que tomaron parte en las  acciones del 26 de Julio. Lo prometido  se cumplió: su padre y sus compañeros  de lucha nunca han sido olvidados.

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