Por Yahima Vega Ojeda (*)
A dos meses del estallido de la más reciente crisis política en Bulgaria, no parece que los manifestantes planeen abandonar sus posiciones frente a gobernantes que persisten en su determinación de no dimitir.
Podría decirse que unos existen independientemente de los otros; mientras los diferentes grupos participantes en los disturbios han lanzado una plataforma de comunicación, y protagonizado una marcha nacional en busca de sus objetivos, el Parlamento disfruta un agosto de vacaciones y ha cesado su labor.
Desde el 14 de junio, entre 2 mil y 3 mil personas se han estado congregando con regularidad en el centro de Sofía para exigir la renuncia del actual Ejecutivo y la celebración de elecciones anticipadas. En sus reclamos aluden a los vínculos del Gabinete del primer ministro, Plamen Oresharski, con representantes encumbrados de la oligarquía nacional.
El detonante de las protestas fue el nombramiento del magnate de los medios Delian Peevski, como jefe de la Agencia Estatal de Seguridad Nacional. Aunque la decisión fue revocada, las movilizaciones no cesaron.
Es la segunda vez, en lo que va de año, que una administración búlgara enfrenta la ira popular. En febrero pasado, los sectores de más bajos ingresos reaccionaron ante el brusco aumento de los precios de la electricidad, con una revuelta que provocó la renuncia del ex primer ministro, Boiko Borisov, presidente de la formación centro-derechista Ciudadanos para el Desarrollo Europeo de Bulgaria (GERB) por sus siglas en búlgaro, hasta entonces en el poder.
Las elecciones anticipadas, celebradas en mayo, permitieron formar gobierno a la alianza del Partido Socialista Búlgaro y el Movimiento de Derechos y Libertades, de la minoría turca, con el apoyo indirecto del ultranacionalista Ataka. A pesar de ser la fuerza más votada, con casi un 31% de los sufragios, GERB quedó en la oposición.
Bastaron pocas semanas para que el nuevo Consejo de Ministros fuera también vilipendiado e invitado a abandonar su puesto.
El hecho de que dos Gobiernos consecutivos —cuyas plataformas pueden calificarse de antagónicas por el color político de los partidos que los han integrado— hayan sido igualmente rechazados por la población, pone a la clase gobernante del país balcánico en una posición muy poco creíble.
Los medios occidentales han dado gran realce a los actuales eventos, recalcando su carácter antisocialista, con el claro propósito de evitar por todos los medios que el giro de los acontecimientos propicie “el regreso de la dictadura comunista”.
Tratan de hacer ver que en el intríngulis de las protestas está una clase media deseosa de sumergirse de una vez y por todas en el “civilizador” mar de la Unión Europea. Y esto bien puede ser cierto, si nos fijamos en las sofisticadas vías que han utilizado los manifestantes: reuniones para tomar café frente al Legislativo o la escenificación del cuadro de Delacroix: La libertad guiando al pueblo.
Pero no debe desestimarse el hecho de que, aun cuando al principio acudieron a las revueltas los más pobres, y luego los no tan ricos, existe una gran parte de personas de todos los estratos de la sociedad que no encuentra representación en quienes se alternan en el poder.
En Bulgaria hay un terreno fértil para que puedan encontrar respaldo medidas políticas que cambien el actual escenario, pero las fuerzas imperantes se enfrascan en luchas intestinas o en atender los intereses de su clientela, pues como sucede en la mayoría de los países exsocialistas, la división en agrupaciones políticas no siempre responde a la diversidad ideológica, sino más bien a ambiciones personales de sus líderes.
De momento, cada uno en su isla, los manifestantes prometen un fin de verano agitado, los diputados disfrutan de vacaciones y Bulgaria sigue siendo el país más pobre de la Unión Europea.
(*) Colaboradora, especialista en temas internacionales